CARTA DE LA RESIGNACIÓN    

Lema: Mutilados

© Isabel Villalta Villalta

Primer Premio V Certamen Provincial de Cartas de Amor y Desamor. 

Manzanares, 1998

 

   Será duro, pero aprenderé a vivir sin ti. Aceptaré tu desaparición inesperada como he aceptado la que se llevó a veces de la misma forma tantas cosas que amé. Sabré tener la entereza milenaria que nos caracteriza a los que ya nos concibieron perdedores. Me había gustado, sin embargo, compartir de alguna forma contigo lo que me quedaba, me había sentido tan dichoso… Aaahhh…, gritaría, aún gritaría… Que la luz y la dulzura de tu rostro bañándose en mi respiración y soleando mis cavernas habían empezado a redimir mi dolor. Que tu presencia aquí, denunciando la indolencia ante este hecho doloroso, habían hecho revivir en mí la credibilidad hacia los privilegiados y florecer en mi ánimo la energía necesaria para afrontar el desaliento, esta amargura que había terminado de adueñarse de mi ser en la espantosa tragedia de aquel día, tras aquel paseo por los añorados campos de mi infancia que con su luz y su brisa me llamaban, pero que, ahora, bajo su suelo ocultaban el rugido feroz de mi mutilación penúltima. Aquí donde el estruendo de la guerra ha esparcido su desdicha.

   Siempre me quedará, sin embargo, aquella habitación donde entraste como el más bello sueño de mi vida, donde en tu visita al hospital te detuviste junto a mí, para mi fortuna o mi mayor desdicha. Venías rodeada de un cortejo de autoridades y guardaespaldas. Yo no te veía, no veía a nadie. Mi mente estaba en otro mundo. En mi alma inundada de orfandad sólo resonaba la voz de mi pasado, el calor de mi familia, desaparecida en aquellos alardes de irracionalidad y odio, y el eco, aunque penoso, entrañable, de nuestro trabajo y tradiciones. Sólo resonaba la paciente palabra de mis padres y el ágil ademán de mis hermanos entre el rumor de las hojas de mandioca o el roce de las espigas de mijo, cultivos levantados a fuerza de sortear las avenidas de lodo del poderoso Níger o las frecuentes plagas de insectos; a base de impresionantes esfuerzos y, puede que hasta de ilusiones, sí, al menos, de esperanzas porque los frutos obtenidos hicieran respetar, siquiera, nuestros esqueletos. Sólo resonaba la voz de mi particular felicidad perdida, aquella misma que me convocó la tarde en que la cólera enterrada segó mis piernas de una estampida cruel y traicionera. No te veía, estaba profundamente afectado por la concatenación de hechos terribles sobre mi alma y mi memoria. Y tú notaste mi abatimiento, puede que hasta visible en rebeldes e inconscientes lágrimas temblando sobre mis pupilas. Y te interesaste por mí especialmente, querías aportarme tu consuelo y ponerle puntales a mi espíritu. Tratabas, ahora estoy convencido de ello, ante tus propias decepciones y amarguras, de iluminar cada existencia y terminar con cualquier tipo de desdicha.

   “Aguarden fuera. Quiero escucharlo, hablar con él”, dijiste a quienes te acompañaban. Y allí estabas, sentada frente a mí, trémula, irradiando bondad, iluminándolo todo con tu deslumbrante belleza y tu exquisito porte. Allí cual diosa descendida. “Somos dos seres audaces el uno frente al otro”, me dijiste. “Representamos el riesgo; tú, hasta la conciencia del mundo”, continuaste. Yo sólo seré un despojo de hombre, un incapacitado sin derecho ni a soñar, repuse. Y mi pasado con sus venturas y carencias y mi concepción sobre las cosas y el mundo fue resonado en el espacio íntimo que mediaba entre tú y yo, como una confesión, como una confidencia que iba a hacer de ti mi noble aliada, mi cómplice en el dolor y en el amor que desde mi nacimiento me albergaban. Allí frente a frente el uno del otro, tú la dama censurada o venerada por las muchedumbres y yo el último desheredado de la tierra; tú con la cabeza levemente inclinada cual Venus emergente, pero con un asombro antiguo y una tristeza infinita en la mirada, y yo con todos los soles ancestrales de África en la piel, mis ojos enrojecidos por los fuegos del inmenso continente en armonía con tus labios, donde afloraban hastíos, lágrimas y ardores. Allí, piadosa, y yo profundamente desvalido sintiéndome confortado por tu compasión. Allí los dos olvidados ya del tiempo y del mundo en una sincronía de emociones, que nadie extraño podría entender, pues forma parte de los misterios de la vida, esos que, mientras mi corazón se deshojaba, dejaron escapar de tu mano una larga y amorosa caricia sobre mi carne lacerada, que llevaron tus bellas y delicadas manos a aprisionar después las mías, grandes y negras, capaces de moldear quizás el mundo, todavía, capaces –para mí lo pensaba- de protegerte y de cubrirte del amor más puro y auténtico que jamás hubieras recibido. Cada ángulo de la sala reproducía ahora el dulce escozor de mis latidos, el temblor balsámico y maravilloso que me proporcionaba tu magnánima preocupación y cercanía.

   “Te llamaré. Preguntaré por ti. Seguiremos, no lo dudes, en contacto”, me dijiste al despedirte. Y aquel día de agosto supe que todo tu coraje y tu hermosura se habían roto para siempre contra un muro en París. Yo volvía a estar al borde de la absoluta locura. Pero recordé tus palabras posiblemente acertadas: “Tú representas hasta la conciencia del mundo”. Y mi pecho volvió a encajar otro crudo golpe, mientras en mis manos sentía palpitar el latido extraordinario y apasionado de tu sangre.

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