REGRESO DE UN EXTRAÑO VIAJE 

                                                                                                          © Isabel Villalta Villalta 

                                                                                                  A Cosme Jiménez Villahermosa y Trini Alhambra Chacón. 

En él y su experiencia, que nos contó, está inspirado este relato, pero no en ella, que afortunadamente no padeció aquella epidemia del corazón del siglo XX, sino en tantos niños que sí fueron víctimas de su agresión y la sufren ya adultos de por vida; pero la literatura acopla realidades o fantasías para hacer surgir fantasías o realidades. 

Cosme, por suerte, superó el ataque de la enfermedad que también el relato cuenta. 

Para el Día Internacional de la Discapacidad, cada 3 de diciembre desde 1992, en solidaridad con estas personas. 


    Volvía de un extraño viaje. De regiones profundas donde había conocido situaciones insólitas, seres diferentes. Había una mujer con aspecto de ángel. Cada día aparecía luminosa y serena en frente de su casa, el ventanal de la habitación que ocupaba, alquilada sin fecha ni contrato. 

    Cuando se encontraba al borde de la extenuación por un hondo cansancio, cuando creía que no podría seguir recorriendo aquella tierra, apartada de cualquier programa ilusionado, unos páramos yertos que alternaban con frondas muy espesas, tan tupidas que a veces asfixiaban, adonde, igual que muchos otros viajeros, había ido a parar al perder su avión las coordenadas de la ruta, y se veía sin fuerza, ella, aquella mujer dulce, delicada, con sus alas de ángel, sus ojos tan azules como el zafiro que una vez le regaló a su esposa, y su cabello largo del color de los chorros de la miel, ella, aquella angelical criatura, descorría los tules de su cortinaje y le dirigía palabras de ánimo: 

-Me llamo Gloria. No debes rendirte. Has de seguir, que alcanzarás después el aeropuerto de llegada. Vamos, que tú puedes… 

    El hombre quedaba cegado por aquella aparición tan bella y misteriosa, y, después de su presencia junto a él, notaba cómo un hilo de energía llegaba a sus laxas fibras, a su respiración ahogada, y sentía su aliento aliviado. 

    Salía entonces, miraba en torno y, parpadeaba, había por todas partes papeles esparcidos donde aparecía el nombre Gloria, Gloria, Gloria escrito en todas las superficies de aquel desorden de hojas de papel, cartones, pliegos, folios… Letras mayúsculas, minúsculas, rojas, verdes, amarillas… Gloria

    Lo había llevado a aquel aeropuerto una persona renqueante; en su ahora nublada memoria, creía recordar que fue su esposa; una mujer apoyada en un bastón desde que la conociera cuando adolescentes y la quiso por su dulzura y aptitudes brillantes. Pensando en ella y las dificultades que la mujer tenía desde siempre para hacer con su misma destreza cualquier actividad, y en estos momentos propios agónicos, acudía a su conocimiento la fragilidad de la vida, y percibía en su conciencia un destello luminoso, un hito de su condición humana que lo llenaba de satisfacción. Recordaba detalles que ella le contó cuando se conocieron. “Yo fui niña afectada por la polio, y aunque mis padres me llevaron a todos los médicos, no hubo medio de curarme la triste cojera. Yo fui siempre valiente y asumí mi discapacidad como una cosa natural; era tan pequeña… No fui la única persona afectada por aquella minusvalía, había algunos niños más en el pueblo como yo… y -dejaba la joven amada una cuestión abierta a la reflexión- el mundo estaba hecho para los que no padecían ninguna dolencia...”. 

     El hombre, en su honda lontananza mórbida, experimentaba casi una emoción al recordar estas palabras de la trayectoria humana y civil de su querida compañera. Recordaba, también, con apenas una brizna de reflejo en su postración inaudita, cómo sus hijos, los dos hermosos que tenían, una hembra y un varón, idearon, hacía mucho, apenas abandonada su infancia, una rampa de obra para salvar el poyete de la casa y que su madre, a la que los dos ayudaban mientras él no podía por su trabajo fuera, tuviera fáciles las condiciones de actividad cotidiana. En la niebla en que se hallaba ahora sin saber cómo sumido, repetía los esfuerzos mentales para hacerse ver que todo aquello era entonces de ese modo… pero que luego fue cambiando. Ahora nuestros hijos - escudriñaba en su sentimiento-, siempre amorosos con su madre, están fuera en sus destinos laborales, pero los gobiernos -escarbaba también en su reconocimiento- han ido creando leyes que favorezcan una vida social y laboral inclusiva para estas personas -No te rindas, repicaba en su inconsciente el imperativo angelical-… Y se alegraba de las medidas urbanísticas, sociales, laborales que facilitan las cosas a las personas afectadas por alguna invalidez, la consideración a su minusvalía y el apoyo a su desenvolvimiento en la vida. 

     Mientras a su oído llegaban ahora con mayor nitidez los acordes de la Heroica de Beethoven, que alguien hacia sonar tenuemente cerca de su lecho, el hombre pensaba en la sordera del compositor alemán, relacionando esa afección con la de su compañera y la que ahora padecía él; con la fragilidad de la vida pero, al mismo tiempo, con el heroísmo a que a veces obliga y los estímulos del bien que aportan los genios y las personas justas; los individuos, o quienes ejercen la grandeza del poder, donde se dictan normas que amparen a todos los ciudadanos de un país, su situación diferente, y que, ese reconocimiento, contribuya a hacer crecer la dignidad de personas y naciones. 

     A sus sentidos llegaban ahora los ecos de una canción que conocía de la juventud. La bondadosa y tierna mujer llamada Gloria, como un astro, entre el ritmo alegre de esos acordes, volvía a descorrer la cortina de su ventana y le pasaba la mano por la frente. Sus mejillas recobran color. Abre a ratos los ojos. Estamos casi seguros de que lo ha superado…, oía que comentaba el ángel a alguien que él aún no veía. 

     Resistiré. Identificaba perfectamente ahora los vivos compases, que sonaban con énfasis en el exterior de los muros de su habitación. Llegó el momento tan esperado. Este que, a su familia y amigos, en su congoja y preocupación inacabables por los partes tan desesperanzadores que a lo largo de los tres meses aciagos a veces les llegaron, les había parecido casi imposible. El hombre, ayudado por la enfermera que lo desconectaba de los tubos que lo habían mantenido con vida durante ese prolongado y duro tiempo, postrado en la UCI de un hospital contagiado hasta el tuétano por coronavirus, y por su esposa que le abotonaba la camisa, se dispuso a abandonar el Centro Sanitario como un hecho milagroso. 

     "Muchas gracias", dijo repetidas veces, con los ojos llorosos, a médicos, enfermeras, todo el personal sanitario que había salido, feliz por el triunfo, a despedir a este paciente, testimonio de la lucha pública por la salud y la alegría de la vida. Muchas gracias, le dijo a la enfermera, última persona del Centro que lo había atendido. Cómo te llamas, se atrevió a preguntarle. Me llamo Gloria, dijo ella. 

     Estupefacto, con una pierna renqueante a causa de la falta de riego vascular durante tanto tiempo postrado, el hombre, entre una lluvia de aplausos que lo abatían de agradecimiento y gozo, abandonó el Hospital. Su mujer se fue acercando a él, y los dos, apoyados en sendos andadores, flanqueados a continuación por sus dos hijos, fueron descendiendo la rampa de acceso hospitalario y, ayudados por los jóvenes, subieron al coche que los llevó de nuevo a la casa familiar. 

     Allí, en su cálida intimidad, rodeados de las cosas que los hacían felices en su rutina diaria, el hombre y la mujer se abrazaron y lloraron de alegría. Él, dando unos pasos, se miró la extremidad en su talla enflaquecida. “Ahora tenemos los dos la misma propiedad tan refinada”, le dijo a su esposa. 

    Sus hijos obtuvieron en su trabajo el traslado cerca de sus padres y se alternaban en cuidarlos.

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