REGRESO AL CAMPO
Isabel Villalta (relato contenido en el
nº 5 de Raíz y Rama (Noches Estivales)
“La voz de los campos me está llamando a casa”
(Las
hojas verdes del verano, tema musical compuesto por Dimitri Tiomkin para la
banda sonora de la película El Álamo, con letra de Paul Francis Webster,
interpretado por The Broters Four (1960)
Todo empezó cuando anunciaron el
confinamiento. Miramos las paredes de nuestro pequeño apartamento alquilado en
la metrópoli y el desasosiego de un trabajo inestable, y lo decidimos rápido. Nos
llamaba la voz del campo que habíamos dejado atrás, donde de niños fuimos
felices mientras nuestros padres labraban la tierra y cosechaban el trigo y los
racimos, cuando llegaba después de la siembra y los trabajos la abundancia.
Nos instalamos. La casa aguardaba nuestros
cuidados con una pátina entre de nostalgia y reproche en sus ecos. Ilusionados
y enteros, le aportamos calor y colores de equilibrio. Todo olía a mezclas de duro
aprendizaje y fértiles memorias, a añejos eucaliptos.
Pasados cuarenta años,
acabábamos la recolección de otro verano, servidos de magníficas tecnologías
que habían sepultado definitivamente los restos de métodos ancestrales de
nuestra infancia, servicios del progreso del mundo en los que venía de invertir
el tesoro de mis recuerdos.
Guardamos la cosecha. Yo
volvía a casa por el soto con olor a tormenta. Pronto empezaron a caer las primeras
gotas, gruesas, decididas, violentas, con fervoroso estruendo… No todo era malo
en este 2020. Veníamos también de una sequía prolongada y el cielo parecía
iniciar en esta y todas las distancias un vehemente abrazo de piedad. Arreciaba,
la tempestad sonaba a sanación infalible; llovía, llovía a cántaros, a borbotones.
Después de dejar el almacén y a los
trabajadores, me retiré la mascarilla para beber mientras corría el agua como
una vacuna salvadora. El campo era un lugar inmenso de horizontes saludables y la
maquinaria puntera y los laboratorios ecológicos conquistaban ahora en mi
heredad su fuerza y aspereza.
Aquí estábamos como una
familia florentina a escribir decamerones de producción natural, de felicidad, de
esfuerzo y de resguardo. Llovía y la tierra, como un manto de sed también de
bienaventuranzas, recibía, replegándose como niña ante un regalo recibido por
sorpresa, como se recibe el zarpazo de las calamidades, un agua anhelante y
necesaria.
Yo corría exultante y me detuve a parar el
motor, alimentado de la energía natural de paneles solares, que irrigaba las
viñas en la vieja noria, excavada en tiempos de mi tatarabuelo, su boca acondicionada
ahora para evitar peligros y su profundidad entubada. Corría emocionado bajo el
torbellino apasionado del agua que me empapaba la camisa y penetraba mi pecho,
mi espalda, mi cuerpo veloz debajo de las nubes cuajadas extendidas en lúbrica descarga
por los anchos paisajes salutíferos, higiénicos, libres de un peligro presente
en todas las Florencias, Londres, Valladolid, Río, Sevilla, Roma, Madrid, Dakar,
Nueva York, Wuhan…
Salté sobre la vieja
acequia, casi resto también arqueológico del bisabuelo que mi padre, niño que
trepó allí a su adolescencia, a su juventud, aprovechó aún para trazar regueras
a partir de su ojo de vida y, ahora, toma de una zanja subterránea por donde
corriera la dulce y vital savia líquida a las zonas más distantes de la
explotación.
La tempestad embalsamaba
el ambiente, ablandaba algún majano en las lindes, piedras apiladas por los
ancestros para dejar mullidos suelos productores, propagaba por todas las
distancias un fuerte olor a gleba renovada, un cascabel de llamada a los
hombres y mujeres, niños y niñas de la tierra a sus resguardos anchos, a su
promesa hermosa imprescindible como la toma de teta de la madre, como los
bocados con un hambre canina de pan recién horneado de su candeal reciente, tomados
en las mesas o en una caminata con queso o con jamón a descubrir la dicha que
tiene mil vertientes, como el vaso de vino o el trago en la bota que celebra a
los dioses, a los hombres que saben iniciar, después de los trabajos, ditirambos…
La voz de los campos me llamaba a la casa, llamaba el campo a amar el mundo y a
la esposa…
Corría entre tanta providencia y llegué a
casa calado como un bizcocho borracho. Tú me esperabas a la entrada, impaciente,
deseosa de mi llegada, y me abriste con prontitud la puerta.
-Démonos prisa, que está ardiendo la flama…
-dijiste.
Cerraste la cancela apresurada y, cogidos
del brazo, apretados como se coge la pasión del beso después de muchas crisis y
aislamientos, entramos al cobijo. Nos guarecimos en el portalón, me quité la
ropa hecha una sopa y tu lino se desprendió suavemente de tu cuerpo. Envolví tu
terrón de corazón y azúcar y te recosté como para no deshacerte en la vieja
banca que arrulló muchas siestas antiguas… Y la lluvia cayó con mayor fragor, radiante,
desarmada, produciendo, como en otro reflejo de sinestesia prodigiosa, un
surtidor de vida en nuestros cuerpos enlazados, en nuestro amor hecho rama
florecida.
Al cabo de nueve meses nació nuestro hijo. Su
llanto retumbó feliz en nuestras tierras, escaló la sierra y rebasó sus
perfiles, hizo alzar en desbanda mil pájaros de cromáticos trinos y crecer las
nuevas cosechas con bordes de tersos encarnados y una flama de identidad y
patrimonio de las generaciones.
Mientras te acompañaba en el parto, de nuestras
manos enlazadas brotaba olor a trigos y viñedos.
Quit nitor!
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