PREGÓN DE SEMANA SANTA 2003. MEMBRILLA
Isabel Villalta Villalta
A mis abuelos, in memoriam
EL LEGADO DE UN SUEÑO
Derramó la luz de Dios, de la que venía iluminado,
en sabias enseñanzas. Pasó como un torrente, transformando los esquemas,
estremeciendo las conciencias, derramando esperanza en los suburbios. Sumiso al
Padre y pleno de amor por nosotros, hasta el sacrificio supremo de la cruz.
Y nace abril, y de nuevo se instala entre
nosotros. Hoy ha llegado a la ciudad para celebrar la Pascua. Y hoy todos
sabemos el doloroso desenlace. Dispuesto está al holocausto, a la lenta agonía
por nosotros. Abril para volver a la memoria. Para alentar las partículas de su
luz, que flotan con clara vocación de iluminarnos.
Presidente, presentador, autoridades civiles
y eclesiásticas, hermanos cofrades, queridos paisanos, amigos todos, buenos
días.
Gracias, Pedro, por tu amable semblanza
sobre mí y mi familia, que, levantada en un momento, la he sentido como un
pilar de experiencias y amor que me sostienen.
Sinceramente, me siento profundamente
honrada de estar en este estrado abriendo con mis palabras la Semana de Pasión;
es un honor que se me reconozcan méritos para ello. Un honor porque me brindáis
la ocasión de tomar ante vosotros la palabra, la atrevida palabra, y dejarla
fluir sobre vuestros oídos con su impronta y su bagaje. Porque es mi pueblo
donde se ha confiado en mí para pregonar la Semana Grande de nuestra religión,
lo que me llena de orgullo, a la vez que me ofrece la oportunidad de ahondar en
el mensaje de Cristo, y al plantear mi reflexión, quizás yo también
purificarme.
Y es un honor porque se trata de la Semana
Santa de mi pueblo, el que, aunque haga veintiséis años que dejé llevada de los
destinos de la Benemérita cuando me casé, abrigó un primer cuarto de siglo de mi
vida entre sus fibras entrañables. Porque en mi composición sustancial como
persona soy producto de su rodillo y sus caricias. Porque nunca me fui tan
lejos que no sintiera su calor, que, aunque me fueran creciendo alas que luego
desplegué, las que no quiero dejar en mucho tiempo de batir, no buscara su
calor. Mi pueblo y mis gentes, sois. Los que nítidamente llevo en la memoria allá
donde me encuentre. Porque los recuerdos de la niñez y de los años de vigor
juvenil se graban a fuego en los cimientos de nuestra entidad.
Mis Semanas Santas de la niñez cuando de la
mano de mis mayores aprendí a guardar un profundo respeto y a hacer una dulce
reverencia ante los pasos de la Pasión, en las solemnes procesiones, porque
todo estaba envuelto en una luz de entrega y salvación. Cuando empecé a
degustar los exquisitos platos típicos de estas fechas, elaborados en cada
cocina de las casas con fino cuidado de maestros, de maestras. Platos con
recetas ancestrales cuyos derechos de autor habría que pagar en gran medida a
los árabes que entre nosotros convivieron, entre guerra y entre paz, pero
siempre en un intercambio cultural fecundo y valiosísimo, en esos ocho siglos
largos prolongados más allá del XVI. Repostería única en la que se alternaban
para darle su dulzor, bien el azúcar, éste también producto que ellos
introdujeron en España, y palabra que a ellos les debemos, al-skkar, o
la miel, cuyo cultivo ya practicaban los pueblos primitivos y que servía de
único edulcorante antes de conocerse el azúcar; la miel, néctar de abejas y
flores como una dulce y luminosa primavera permanente en el paladar y en el río
de la sangre, dorando y endulzando deliciosas roscas cuyo nombre al
pronunciarlo -nuégados- hace estremecerse las papilas y refuerza nuestra
esencia de hombres y de pueblo.
Mis Semanas Santas en el balcón del número 4
de la calle San Roque junto a mi abuela Teodora, viéndola conmovida en su honda
abstracción de creyente ante los pasos de Jesús en sufrimiento, con una íntima
fe en la vida eterna de los mansos, por lo que Jesús se entregó a ese trance.
Momentos como tantos otros que la mantienen presente en mi memoria y en mi
corazón, y por los que sé bajo su propia esperanza que ella estará ahora
gozando del reino del Señor.
Mis Semanas Santas de la juventud madrugando
con mis amigas y amigos para asistir al Sermón del Encuentro en la fresca o
fría madrugada, arrastrando un sueño terrible pero con voluntad de no perdernos
ni uno solo de los actos; reteniendo en cada uno de ellos el proceso de la
condena de Cristo y queriendo entender su significado. Porque era un
cumplimiento enseñado y autoexigido, responsable con el espíritu de comunión
religiosa, hermanada en la palabra del Señor. Porque cuando se está empezando a
vivir no hay que descuidar ninguna enseñanza, que penetrará en lo más hondo de
nuestro de nuestro ser dejándonos constancia del borboteo incesante de las
cosas, de las evoluciones trascendentes de la vida, de la necesidad del ser
humano de hallarle sentido a la existencia; enseñanza que valoraremos mejor
después al añadirla a las experiencias y al resto de conocimientos que vayamos
adquiriendo; al compararla, al analizarla cuando el entendimiento empieza a
serenar su voraz deseo de absorción y a definirse.
Situados en grupos o en parejas al borde de
la fila de nazarenos en esos años puros de la juventud y de tremenda facilidad
para estar alegres, nos embargaba la emoción ante la expresiva imaginación que
narraba la Causa o nos producía un acceso de risa contenida y un simple o
ingenioso comentario alguna anécdota por insignificante que fuera, como el
tropezón con el compañero precedente detenido del nazareno que, absorto en sepa
Dios qué objetivo de los laterales, seguía caminando, o la tenacidad del viento
en apagar velas frente a la de sus portadores por mantenerlas encendidas, o el
reconocer de nuevo a los encapuchados más asiduos a lo largo de las ediciones
por su silueta o su peculiar forma de andar… Pero siempre respetuosos;
entendíamos que en esa representación total había algo más que una costumbre
popular; que en ella se daba un estrecho acercamiento de tiempo y hombres, cuyo
motivo era una rotunda cuestión de amor; siempre serios, trascendidos por los
acordes de la banda de música del maestro Emilio Cano o de su hijo Rafael y el
repique insistente de tambores y el agudo lamento de cornetas. Y corríamos nada
más pasar la imagen de la Soledad o de la Virgen de los Dolores y la comitiva
de autoridades que cerraban el desfile para ver en otro enclave del recorrido
el solemne escenario ambulante; corríamos desde la calle de la Monjas por
esquinas y calles semioscuras entre otros espectadores con el mismo interés
para coger sitio ahora en la calle Troya, en Santa Catalina o en la Plaza, así
hasta ver varias veces la procesión, con su tremenda carga de humanidad
aglutinada.
Y así se fue grabando cada parte de mi
pueblo en mi mirada, recorriéndolo de día o de noche durante años, participando
en cada acto desde niña entre mis paisanos hasta llegar a conocerlos sin
presentárseme explícitos, con solo percibir un reflejo de su particularidad,
reteniendo fachadas, esquinas y rostros que envolvían mi rutina de estrenos
hasta que cambié de estado civil y, entre muchas otras cosas, conocí la vida de
compañerismo y ciertas normas de disciplina de un Cuartel.
Y mi sentimiento, finalmente, es de hondo
agradecimiento por darme la oportunidad de hacer este balance, esta memoria desde
mi persona y mi colectividad a través de nuestra cultura religiosa, lo cual
debo, en nombre de la Junta de Cofradías, y con el beneplácito de los
sacerdotes, a don Francisco Villahermosa, Paco para los amigos, actual presidente
de este colectivo, que una mañana inesperada llegó a casa a distinguirme con
tan ilustre proposición. Gracias, pues, Paco, y a todos, de antemano.
Por qué acepté. Por todo lo que he expresado
hasta aquí, pero, también, quizás, porque pienso que, más que unos avales
culturales y expresivos, me hacían apta para ello, tal vez, la filiación a este
ministerio, que entiendo como tener voluntad de comprensión y de concordia, de
búsqueda de medios para que el espíritu constructivo y feliz de la vida no se
derrumbe; pero creo que, sobre todo, porque consideré una oportunidad para
ensalzar la circunstancia de Cristo y analizar, en lo que alcance, cual es la
herencia que guardamos.
En cualquier caso, permitidme que os lea,
antes de entrar de pleno en el Pregón, tres breves estrofas de uno de los
primeros poemas que escribí, que recoge en cierto modo ese carácter que
comento. Dice así:
Y siempre me tendréis
si lo queréis
y traéis disposición serena,
que yo siempre estaré
en los surtidores mansos de la
vida.
(…)
En las ondas libres, me
hallaréis,
por el viento generoso
engarzando besos
y difuminando manotazos.
(…)
Allí estaré,
en la armonía inmensa de las
cosas
y en la grata soledad.
Me habéis buscado, y me habéis encontrado,
porque el objetivo común en esta sala contenida es favorecer un ambiente de
profunda serenidad y conexión cristiana. Y aquí me tenéis, dispuesta a la ardua
tarea de ahondar en el significado de la Pasión de Jesucristo y, también, a
grandes rasgos, introducirnos primero en dos aspectos sobresalientes del mundo
que se desarrolló a partir de su llegada, del mundo de nuestra cultura.
1.
MENSAJE, PROPAGACIÓN Y REVOLUCIÓN CULTURAL Y
ARTÍSTICA
Como la luz del sol con su esperanza de vida
se propagó su palabra. Como un horizonte de equidad en la tierra desde su Ley
de amor y de humildad en los hombres. Como la ardiente, como la serena verdad
sobre el mundo elevada. Él era el Mesías prometido y esperado. Entendía los
problemas del hombre, emanados de abusos, de ambición y soberbia, de rivalidad
y egoísmo…, y venía a orientarlos, y a entregarles su paz, a anunciarles su
reino. A llevar a cumplimiento la doctrina de Moisés y la de los profetas, la
Ley de las Sagradas Escrituras que ya lo anunciaran (Mt. 5, 17). La Nueva
Alianza establecida por Dios con sus adoradores (Jn. 4, 23-24) debía ser
sellada por la muerte y resurrección de Jesús (Lc. 24, 25-27), que abriría a
los hombres, redimidos, las puertas de la resurrección y la vida eterna.
Las multitudes lo siguieron y lo amaron, y
los gobernantes lo temieron como rival. Éstos, temerosos de ser desbancados del
poder por creer que el reino del galileo era terrenal, e instigados por los
grupos opuestos a la voluntad de Cristo, dirigieron su condena ad libitum
y Jesús, el Redentor, se entregó a su Pasión y Muerte en un gesto supremo de
sumisión al Padre y de amor a los hombres.
Pero resucitó. Su luz era inextinguible (“Yo
soy la luz”), inextinguible su mensaje por sencillo y feliz (“Amaos los unos a
los otros como yo os he amado”). Y sus discípulos, reforzada su fe en el
Maestro con este Hecho, incuestionable ya su procedencia divina, empezaron a
difundir su doctrina y a desarrollar las primeras comunidades cristianas. Con
ellas comienza la historia de la Iglesia, a través de la que el cristianismo ha
ejercido una influencia innegablemente transformadora en la historia de gran
parte de la humanidad.
1-1-Jalones
cristianos, emblemas de identidad
Y así empezó a crecer el inmenso bosque
espiritual de nuestra cultura religiosa. Ese que se levanta en lontananza desde
las carreteras en forma arquitectónica destacada sobre los perfiles
poblacionales, y que quizás se tanto verlo al desplazarnos de un lugar a otro
no nos detenemos lo suficiente a valorar, abstraídos en otras inquietudes, en
otras preocupaciones o ilusiones que en la mochila de lo cotidiano nos
acompañan; el que se prolonga desde nuestra población de Membrilla hasta el
lugar más alejado de la geografía cristiana, tan familiar en ambos casos.
Paisaje salpicado de una luminosa y variada arboleda en forma de ermitas y
monasterios, de iglesias y catedrales y que son señas de nuestra identidad,
emblemas de nuestra cultura, hitos de la ideología que nos une y que,
imaginemos, si nos hallásemos en una tierra extraña sin saberlo, perdidos, y
caminando de pronto aparecieran, sentiríamos que nos amparan, que, de repente
nos devuelven la luz como puede hacerlo para un soldado derrotado en medio del
fragor de la batalla la aparición de la bandera patria. Todos son lugares que
nos orientan, tesoros artísticos al servicio de esta didáctica del alma,
capaces de narrarnos la grandeza de esta Historia, de sugerirnos su temblor,
como un caleidoscopio establecido en el filo del entendimiento y de las
sensaciones, cuyo tronco irradiador es el momento preciso que, a partir de este
Domingo de Pasión, nos disponemos a celebrar.
Empezó a formarse este boscaje cuando el
emperador Constantino declaró el cristianismo la religión oficial del Imperio,
con el Edicto de Milán el año 313. Si hasta entonces los cristianos habían sido
objeto de persecución y martirio por los defensores de las religiones paganas
clásicas, tuvo visión este emperador no solo para entender la idea dichosa que
transportaba el cristianismo, sino que, pragmático, entendió también que ningún
imperio, ningún gobierno, ninguna comunidad cultural prospera en un ambiente de
opresión y de violencia, y había que intentar salvar el Imperio, cuya
designación, sin embargo, por lo dañado que ya se presentaba, estaba a punto de
producirse, empezando a desarrollarse con vigor la nueva era.
Se levantaron entonces pequeñas iglesias en
los emplazamientos de las casas de Roma donde se había reunido hasta entonces
la iglesia clandestina. Estas iglesias fueron transformándose y ampliándose y
se fueron construyendo otras a medida que el cristianismo fue consolidándose a
lo largo y ancho del Imperio, desde Oriente Próximo a los confines entonces de
occidente, radicados aquí en nuestra península, en Galicia, donde el Cabo
Finisterre expresa con su nombre esa realidad[1]. La inspiración de los
artistas, verdaderos creyentes, tuvo ahora como referente el cristianismo y
arquitectos, montadores, talladores, forjadores, decoradores… empezaron a
multiplicar monumentos cristianos por toda la geografía que abarcaba la nueva
religión, cultivando todos los estilos que vienen sucediéndose con la evolución
de los tiempos, enriqueciéndolos y ornamentándolos según se hallan las
economías de los estados en cada época, pero, siempre, dotándolos de relevancia
respecto a las demás cosas mundanas.
Y desde aquellas primeras iglesias de la
capital del Imperio, construidas en inspiración romanobizantina, podemos
recorrer, en rápida sucesión cronológica hasta hoy, las de abolengo
hispanorromano que, con la llegada de los visigodos a nuestra península, en el
siglo V, y su conversión al cristianismo el año 587 por decreto de Recaredo, se
construyeron por toda nuestra geografía hispana hasta el VIII, conocidas por su
arco de herradura. Las que, al producirse la invasión musulmana en la península,
el año 711, levanta la mozarabía, población de la España católica que quedó en
territorio musulmán, y en las que se mezclan elementos visigóticos y arábicos,
con plenitud en el siglo X. Las copiosas en estilo románico, arte que se
extendió desde el centro de Europa en dirección principalmente meridional entre
los siglos X y XII, y que en España penetra a través de las dinámicas arterias
del Camino de Santiago, por donde dejó un importantísimo patrimonio; son recias
construcciones por cuya fachada, pórticos e interiores, en jambas, canecillos,
capiteles, arquivoltas, desfilan, llenos de expresividad y con finalidad
didáctica, el Antiguo y el Nuevo Testamento, combinando escenas de los
Patriarcas y del nacimiento, vida y pasión de Cristo, con otras de la vida
cotidiana de aquellos siglos medievales. Igualmente aparecen con este estilo
las primeras imágenes de la Virgen, que tímidamente iniciaba la vigorosa
adoración a la Madre de Dios de los siglos XII y XIII, hecho curiosamente
relacionado con una revalorización de la mujer en la baja Edad Media, de lo que
da cuenta la lírica provenzal, en la tradición del amor cortés. A partir
de esa circunstancia y esta fecha prolífera del culto a María hasta llegar a
haber, como hoy vemos, en cada comunidad una Patrona, una Virgen y la misma, la
Madre de Dios, con diferentes nombres, y empezaron a levantarse iglesias y
catedrales en su advocación, que a todos nos viene a la memoria, y ermitas por
toda nuestra geografía a Ella consagradas.
Un cambio de mentalidad va poniendo fin a
los siglos medievales y aparece el gótico, luminoso, estilizado, con enérgico
deseo de percibir la luz de Cristo en los espacios físicos de las alturas y a
través de los muros perforados con artísticas vidrieras, levantando esbeltos
arcos en ojival y airosas columnas nervadas cuyos capiteles florales se pierden
en el fondo de las entrelazadas bóvedas, imitando la naturaleza de los bosques,
la alegría y frondosidad de la tierra entre la que se intuye el espíritu de
Dios; el gótico de las elevadas torres y la piedra perforada formando
verdaderos encajes que armonizan con los paisajes o que los reproducen, y que
podemos admirar en tantas ciudades de la geografía cristiana, en España
espléndidamente representadas en las catedrales de Burgos, León o Toledo. Si
observamos nuestra iglesia de Santiago el Mayor de Membrilla, sobre todo en su
interior podemos ver la influencia de este estilo. Su desarrollo se extiende
entre los siglos XII y XVI.
Le sucede el barroco, en el siglo XVII, recargado
de ornamento, desmesurado, complicado, dotando la mayoría de las veces de
oscuridad y tristeza las representaciones religiosas, con lo que se responde a
la visión pesimista de la vida que se extendió, a causa, significativamente, de
las epidemias de peste ocurridas a lo largo de esta centuria; el barroco que
triunfa igualmente en todo el panorama católico y el que trascenderá a América,
después de las primeras iglesias coloniales allí construidas, una vez que se
fue consolidando en esas nuevas tierras la evangelización. Estilo al que,
finalmente, sucederá, a partir del siglo XVIII y hasta el XIX, como una
reacción contra sus excesos decorativos, el neoclasicismo, que depura y ordena
racionalmente las obras de arte de acuerdo con las normas clásicas.
Y, finalmente, culminando los estilos más
representativos del arte a lo largo de nuestra historia sagrada, el modernismo,
que aparece a finales del siglo XIX, y cuyo máximo valedor fue el arquitecto
Gaudí, quien dejará, aunque inconclusa, una obra grandiosa y de enorme calidad
cristiana en la catedral de La Sagrada Familia de Barcelona. De ella
dirá su autor que no era la última de las catedrales, sino la primera de una
nueva forma de construir catedrales. Y así es, efectivamente. El estilo
original de este autor, explosión de luz, color y fantasía y con sensaciones de
movimiento en los materiales y las figuras, capaz de imitar de la forma más
fiel la plenitud y la magia de la naturaleza, y con el que, en este monumento
barcelonés, quiso fundir lo terrenal y lo sagrado elevando las torres en
perspectiva reductora hacia el infinito, ha seducido a los arquitectos
posteriores, pasando a la historia las anteriores formas de levantar monumentos
en honor a Dios; sí, componiendo todos juntos, sin embargo, un mosaico
poliforme de incalculable valor artístico y espiritual.
Y entre ellos, como faros vigía, como
piedras angulares de este paisaje, los tres centros principales de la
peregrinación católica; Jerusalem, Roma y Santiago de Compostela, lugares donde
el espíritu cristiano se ve conformado con las indulgencias plenarias que en
ellos pueden alcanzarse. Jerusalem como centro neurálgico del Israel que
recorrió Jesús difundiendo abrumadoramente la luz de su palabra y de su Ser.
Jerusalem como foco de su Pasión donde acudió para celebrar la Pascua. La
Jerusalem del Huerto de los Olivos milenarios donde Cristo meditó sobre la
inminencia de su entrega. La Jerusalem de la Vía Dolorosa por la que se pueden
escuchar los ecos del Nazareno camino del Calvario. La de El Santo Sepulcro,
donde se puede tocar, produciendo un escalofrío indescriptible, la losa en la
que, según la tradición, reposó su cuerpo para ser lavado tras ser descolgado
de la cruz. Y Roma, la ciudad a la que llegó el apóstol Pedro para instaurar el
cristianismo, y en la que sufrió martirio. La ciudad donde sobre el lugar en el
que reposaron sus restos, en el Vaticano, se levantó la más importante de las
iglesias de la capital romana y la que hoy es principal centro monumental y
espiritual del cristianismo, desde donde se articula esta Institución. Romeros
eran los primeros peregrinos que iban a Roma a visitar la tumba del apóstol;
romeros los que celebramos nuestras actuales romerías (fijaos en el origen y
evolución semántica del término), acontecimientos religioso-festivo-bucólicos
entre los que los cristianos nos entretejemos de tradición y de cultura, de
vida y plenitud en espacios abiertos a la naturaleza. Y Santiago de Compostela,
su catedral espléndida erigida en diferentes estilos, templo que se alzó
también, según se cuenta, sobre el lugar donde el obispo Teodomiro, en el siglo
IX, certificó el hallazgo de los restos de este apóstol, adonde se dijo había
llegado encargado de difundir la doctrina de Jesús. Compostela como un lugar
secular de peregrinaciones inspiradas por el espíritu de los creyentes, punto
final de un Camino que desciende por toda Europa en múltiples arterias, y que
aglutina una incalculable riqueza histórica, cultural, artística, religiosa,
humana…; un Camino y un destino vivos y llenos de universalidad como otro
legado del espíritu cristiano. Todos son lugares que nos pertenecen, jalones
que nos identifican, espacios que nos igualan, dentro de nuestras virtudes y
nuestros defectos, queriendo llenarnos de grandeza. Por ellos se trasmite, con
sensibilidad sublime, el alma del cristianismo y el temblor del Padre
universal. Es el legado físico, tangible, lleno de humanidad, del sueño de
Jesús, siempre dispuesto a contagiarnos.
1-2. El
cristianismo a través de la lengua
Y dentro de los templos el
ambiente propicio de conexión con el espíritu de Dios enriqueciéndose y
evolucionando igualmente a través del tiempo. Expresivo en el resto de las
artes: retablos, bóvedas, lienzos, grabados, esculturas…, y en la magia
inasible de la música derramada por los acordes del órgano, y en el temblor de
la llama de los cirios y de las velas, y en el aroma a incienso… Y en el rumor
de los rezos y en la palabra de la predicación, en el código oral y escrito del
ritual desde los apóstoles, desde los evangelios, desde las obras teológicas de
los Padres de la Iglesia, en los códices, libros, misales… En latín desde el
principio, la lengua del Imperio, la lengua de prestigio, común y unificadora.
Todo ello a través del tiempo moldeando la nueva forma de pensar y de sentir, dinamizando
la sociedad y su desarrollo, influyendo o caminando paralelo a otros
acontecimientos y transformaciones, contribuyendo a la evolución, y a veces al
retroceso, ciertamente, de nuestro mundo y nuestra cultura.
Y si aquello representó una evolución del
arte, una nueva conciencia en la gestación del patrimonio físico religioso, el
cristianismo ejerció como motor casi silencioso de un fenómeno cultural
interesantísimo e impresionante, que a mí particularmente como filóloga me
emociona. Se trata del nacimiento de nuestra lengua castellana. Ocurre al
haberse producido lentamente una abstracción del latín en la lengua hablada,
diferente en cada parte del ya extinguido Imperio, debido al replegamiento de
la sociedad, temerosa de las miserias medievales, a partir de las invasiones
bárbaras y más tarde las musulmanas con sus guerras, además de la peste,
sufrida detrás de poblaciones amuralladas, y la falta de enseñanza escrita. Los
fieles, iletrados en su mayoría, ya no entendían el latín, en el que siguen,
sin embargo, escribiéndose y predicándose los textos litúrgicos. Se hace
necesario, por tanto, explicar la doctrina de Jesús en la que habla el pueblo
llano. Y sucede el prodigio. El castellano escrito empieza a aparecer breve,
rudimentario, en mantillas, en las Glosas Emilianenses. En el siglo X y el
lugar el Monasterio de Suso, en San Millán de la Cogolla, en la Rioja.
Son anotaciones en los márgenes para explicar pasajes de unos documentos
eclesiásticos redactados en latín. Este creo que es el hecho más sutil y bello
ocurrido a lo largo de nuestra historia religiosa, el que el mensaje de Jesús
haya ejercido de vehículo para este alumbramiento mágico, la lengua aún apenas
conocida poco más que en el rincón cántabro-riojano-leonés de su origen y hoy
extendida a medio mundo, apenas definida entonces y hoy una de las más ricas
del mundo, la lengua en la que yo estoy hablando, precisamente de tema
cristiano, y vosotros estáis entendiendo. La lengua con la que, como a otras
partes del Imperio Español, también se llevó el cristianismo a América,
penetrando ambos al mismo tiempo entre aquella población desconocida hasta
1492. La lengua de Berceo, el primer poeta conocido que la emplea y que narraba
deliciosamente milagros de la Virgen y vida de santos. La que en el siglo XIII
empezó a perfeccionarse en el escritorio de Alfonso X el Sabio y la convirtió
en la lengua oficial del reino. La lengua de la que Nebrija compuso su primera
Gramática, a finales del siglo XV, “porque siempre fue la lengua compañero del
Imperio”, así expresado por el humanista a los Reyes Católicos al iniciarse la
aventura del Nuevo Continente. El español, ya, por su dominio territorial. El
español de los místicos, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Fray Luís de León,
con el que se fundían con Dios en un éxtasis poético. El insuperablemente rico
de los Autos Sacramentales de Calderón que en el siglo de Oro llevaban la
escena más directa de Cristo a la población de nuestras ciudades en tremendos
espectáculos al aire libre. El español de Don Quijote, tan de nosotros,
de nuestra tierra, personaje cervantino mimetizado con los ideales del hombre
de cualquier parte del mundo, Hombre también perseguidor de justicia y dignidad
social como Jesucristo. El de los poetas del amor como Neruda, rico y fascinante
en su expresión chilena, discurriendo a través de la voz sobresaliente de este
gran aeda, que como persona rechazaba la mezquindad y la sequedad del alma. La
lengua de los poetas existencialistas como Blas de Otero, con la que clamaba la
voz de Dios porque lo necesitaba. La del actual Premio Cervantes, José Jiménez
Lozano, eremita de la literatura que ha investigado la vida religiosa de España
a través de su obra. La de tantos humanistas del Renacimiento y de siempre
porque Dios está en el hombre, en su sentir, en su conciencia y sus acciones.
El español de nuestras buenas tertulias y nuestros cálidos saludos. La lengua
castellana que nos une, y en la que es tan fácil decir que nos amamos, el ideal
cristiano por ella discurriendo si se expresa con el corazón.
2- TIEMPO DEL COMPROMISO Y DE
LOS SENTIMIENTOS
Y volver, para finalizar. Llegar de nuevo a
Membrilla después de esta ruta patrimonial y encontrarnos de nuevo en este
Domingo de Pasión o de Ramos. Volver a examinar nuestro interior en el umbral
del recuerdo de la Pasión de Cristo y comprobar si su mensaje y su legado están
arraigados en nosotros, o si por el contrario siguen manteniéndose en un sueño.
No podemos creer esto. Membrilla es un buen pueblo, en general somos buena
gente. No Obstante, comprobar si somos consecuentes del todo con nuestro
compromiso de cristianos, con nuestra costumbre.
Hace escasos meses, en una estela situada al
borde de una vía extramuros de Santo Domingo de la Calzada que conduce al camino
abierto de la ruta jacobea, pude leer esta inscripción tallada en piedra:
“Nadie recorre las sendas del pasado si no es para iluminar el presente”.
¿Verdad que es muy significativa esta reflexión? Ella puede hacernos pensar
ahora, al emprender una labor tan seria como la actualización del drama final
de Cristo en la tierra. Nuestro presente debe verse iluminado por la luz que Él
quiso transmitirnos, pues, de lo contrario, fijaos, poco sentido tiene esta
celebración. El mensaje contenido en la liturgia de la Pasión y la memoria
expresiva de los pasos, como símbolos que son, deben hacernos meditar y mejorar
en lo que quepa. Cristo buscaba un mundo de paz y de concordia, y quizás los
hombres nos esforzamos poco en no ser una decepción para su sueño.
Volver a Membrilla y comprobar lo que
hacemos desde aquí para que el estado global de bienes íntegros bien
proporcionados que anhelamos -eso decimos- tenga posibilidad de dejar de ser
una utopía, o, más realistas, que sea un poco menos malo. Podemos conmovernos
al conocer desde los medios de comunicación las injusticias que se comenten en
el planeta a diario (actos de crueldad -¿quién olvida las guerras, los
asesinatos indiscriminados, la violencia en el hogar, la perturbación mental de
muchos poderosos?-, el hambre y la marginación, físicos y espirituales -¿quién
no recuerda las imágenes de niños de países africanos extremadamente
desnutridos, o, incluso, ¡qué horror!, hace poco los de una de las provincias
de la fértil Argentina, quién a los hombres y mujeres que atraviesan el Estrecho
y, si no perecen en sus aguas, en esta parte inician un calvario de desprecios;
quién a las niñas de China rechazadas, a las mujeres nigerianas lapidadas o las
congoleñas ninguneadas y explotadas en todo su ser…?, la miseria material y
humana -¿cómo no acordarse de la falta de desarrollo en tantos poblados, por
ejemplo, de la América latina, de las decisiones demagógicas y equivocadas de
muchos gobernantes?-, la ignorancia, la corrupción, el abandono…). Todo esto
podemos censurarlo con mucha energía en nuestro entorno íntimo -confortable por
derecho, y por esfuerzo, y por decisión en los legítimos actos democráticos,
hoy en día-, responsabilizando a otros de ello, seguramente con razón, pero
sólo ayudamos a que se frenen estos males cuando no nos hacemos cómplices de
ellos con ese sentir contradictorio de “mientras aquí no se nos toque…, mientras
nos sigan llegando beneficios…”; sólo cuando, desde el puesto más humilde que
ocupemos, desde el trabajo del que dependemos adoptamos como costumbre la responsabilidad,
el respeto, la generosidad. La autoridad empieza en nosotros mismos.
Así de fácil, poner en conexión nuestra
realidad con esta Memoria, con este Mensaje de bondad y de justicia que Cristo
quiso que calara llegando para ello hasta el patíbulo, e intentar frenar con
nuestro grano de convencida dignidad humana estas tristezas. Porque ¿somos
realmente honrados todos en nuestros actos, aquí, en nuestro pueblo…?, o
¿ponemos medios enérgicos y nobles para, si se producen, restaurarlos en
beneficio de la comunidad…? Quizás que no nos implicamos en su debida medida
muchas veces, para la buena marcha de las cosas, con verdadero compromiso
cristiano. Y podríamos repetir en este instante aquellas palabras de Jesús: “El
que esté libre de culpa…”
Pero no. Se trata de reflexionar y de tomar
en serio nuestro credo. Sus enseñanzas están ahí para adoptarlas. El ejemplo
primero lo tienen que dar quienes sostienen cargos de responsabilidad:
gobernantes, jueces, sacerdotes…, porque ellos son el espejo de la sociedad y
quienes, finalmente, ejecutan las mareas del pensamiento de la historia, si no
se convierten en árbitros de su propia ideología, de lo que hay muchos ejemplos
ahora y siempre.
Mientras tanto, miremos nuestros campos, por
ejemplo, que mayoritariamente son los que alimentan las ilusiones de esta
comunidad; el campo -he de hacer una apología dada la realidad del lugar del
que somos- que hoy más que nunca es sinónimo de bienestar y de progreso por su
alta tecnología y rendimiento, además de demostrar, también más que nunca, que
precisa de verdaderos expertos para su cuidado y el buen funcionamiento de la
agricultura, y al que cada vez pueden acceder más jóvenes con mayor preparación
técnica y cultural, gracias, igualmente, al progreso, como lo son los muchos
jóvenes que sé que hay aquí Licenciados en Ingeniería Agrícola o siguiendo esos
estudios, al igual que -disculpen el personalismo- lo está haciendo mi hijo; su
verdadera vocación, si no deciden trabajar en otros puestos laborales, si entre
todos hacemos todo lo posible por mantener el apoyo que precisa nuestra
agricultura, inculcar el amor a las herencias, es sin duda una garantía del
bienestar de Membrilla, convencidos de estar empleados en un trabajo no solo
noble, sino saludable y de progreso. ¿Duro? Ningún trabajo carece de
obstáculos.
En ellos, en nuestros campos está el
espíritu de Dios en contacto con el hombre que los trabaja, con vuestra
familia, con la mía. La maestría al disponer los ciclos de la tierra, al
preparar las plantas para las cosechas, el recoger los frutos para el goce…, el
usar con prudencia, honradez y eficacia las ofertas y los recursos, hoy tan
amplios, trae el beneficio a nuestro pueblo; como un rico legado mantenido,
creciente y renovado contribuye a la prosperidad del país, como una costumbre,
como una costumbre... Con el impulso de una Unión Europea pujante, como un
hábito, como un hábito…; y así, como ejemplo en otros menesteres, así sin
egoísmo hasta otros ámbitos, si no nos convertidos en sangría de tristes membranas
desoladas; y si se hacen sociedades, cooperativas que canalicen el resultado de
estos afanes, siempre con hidalguía de quijotes en la frente, con el buen
ejemplo cristiano en el corazón, trabajando los hombres y mujeres codo a codo y
sin engaños. Desde aquí, desde este hermoso trajín, como desde cualquier otro,
se puede alcanzar o se alcanza el mundo real de los cristianos.
Volver y, al llevar a cabo un año más los
preparativos de la Conmemoración, hacer que esta emerja íntegra, desde los
sentimientos más coherentes. Porque no se trata de ponerse tristes y lamentar
el drama de nuestro Héroe (“No lloréis por mí, llorad por vuestros hijos”). Ya
sabemos que Cristo resucitó. La luz divina del amor no puede extinguirse. Está
ahí como un impulso humano llevándonos a una buena acción, que tanto conforta
el clima que nos nutre; llevándonos a cumplir su sueño y a poner un pilar para
nuestra salvación. Es cierto que Él se ofreció como consuelo -“Venid a mí todos
los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré” (Mt. 11, 28)-. Es
cierto que a Él, ya lo estamos viendo, a su pureza elemental, a su esencia
primaria relumbrante y ejemplar, hay que volver, pero sin olvidar que aquel
ofrecimiento lo hacía mientras aquí nos esforzásemos por un mundo mejor, a ello
nos inculcaba. No se trata de refugiarse solo en Él, mientras el mundo marcha,
otros lo llevan…, de darse solo a Él como practicantes fieles, sino de darnos
mutuamente también los unos a los otros –“Si al presentar tu ofrenda recordares
que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda en el altar y vete primero
a reconciliarte con tu hermano” (Mt. 5, 23-24)-. Recíprocamente y en cualquier
relación entre los hombres, desparramando los mejores frutos del corazón,
dejando de lado el egoísmo, el recelo, la frialdad, la mala conciencia.
Ver primero en los demás las virtudes que
los defectos, porque todos participamos de este misterio de vivir con nuestras
glorias y nuestras taras, pero con un gran deseo de ser felices, y para ello
ayuda mucho el cobijo de quienes nos rodean, el no pecado de omisión, si
sabemos que con nuestra sonrisa o nuestra palabra podemos dar una alegría, que
empezará primero por alegrarnos y hasta engrandecernos a nosotros mismos. Y qué
hermoso sentirse queridos en nuestro pueblo; y qué hermoso trabajar por su bienestar.
Y que todo, finalmente, trascienda para que el mundo no sea tantas veces tan
dañino.
Palparnos el corazón y verlo si palpita.
Mirar en nuestras manos y comprobar el valor de lo que ofrecen. Cada cual
sabemos, en nuestro interior, cuándo el sueño de Jesús se realiza. Volver y que
el Dios de la misericordia y del amor conforte nuestras almas al tiempo que
mantenemos las hermosas tradiciones. Porque esta herencia no es sólo una
relación de tesoros artísticos y de datos culturales, o una celebración que se
vaya convirtiendo en anodina tradición, sino que ha de ser un fomento de la
ternura, de la honestidad, del amor, para hacernos los hombres más creíbles y
más creíble nuestra institución cristiana.
Y ya me despido, no sin antes felicitaros a
los cofrades y a los hombres de la Junta directiva, a los sacerdotes y a
cuantos participáis en la puesta a punto de los actos de nuestra Semana Santa,
por vuestra entrega para hacer que ésta siga siendo una hermosa fiesta de
primavera, en la que la actualización del mensaje de Cristo nos sirve de
reflexión y hermanamiento.
Sólo volver a expresaros mi gratitud por
haber confiado en mí y entregaros mi cordialidad, a todos los que estáis
presentes, que habéis aguantado mi monólogo, y a los que no lo están, y desear
que estos días, culminados con el triunfo de la Luz y del Amor el Domingo de
Resurrección, sean un canto al bien o a su esperanza.
Muchas gracias.
Isabel Villalta Villalta
Manzanares, 10 de enero de 2003.
[1] Después,
a medida que fui penetrando en los estudios de etimología, sé que la raíz f i –
significa ´elevación orográfica`. Aunque, es cierto, de ella evolucionó el
sustantivo final, porque en esa
altura “finaliza” una determinada extensión de territorio.
No hay comentarios :
Publicar un comentario