Reseña
del poemario Manantial, de Isabel Villalta.
Manantial
es
el último poemario de la escritora y filóloga Isabel Villalta (Membrilla,
Ciudad Real, 1951). Editado en 2024 por la Biblioteca de Autores Manchegos
(Diputación Provincial de Ciudad Real) en su colección literaria “Ojo de Pez”,
está prologado por Concha García, escritora y también licenciada en Filología
Hispánica.
La génesis de la vida se encuentra en el
agua, agua de manantial que surge de una grieta entre las rocas y que enseguida
se convierte en este libro en un torrente que arrastra y tornea las piedras hasta
despojarlas de sus aristas. Así lo expresa Isabel en sus versos iniciales: “Pequeña
nace, asoma en una grieta / o boca deseosa / que se abre sobre el suelo y va
creciendo…”; “…y un lento meditar que serpentea / encima de memorias y
cenizas…”. Este mestizaje entre el agua de un nacedero —veloz,
arrebatada—, el valle que, escrupulosa y persistente, va excavando en la tierra
y el amor contenido en un puñado de versos conforma un ecosistema prodigioso
bordado de raíces, semillas y ramas, un entorno acariciado por el relumbre de
la luna, el azogue del fuego y una multitud de almas estremecidas. Tanto es así
que Isabel nos ofrece un paralelismo entre el valor de las gotas de agua y las
pepitas de oro, “…siempre crece más magia en esa tierra / al cabo de los
besos y los versos…”, hasta concluir que existe un fascinante engarce entre
el agua, la tierra, “un poema de cal o de ambrosías” y el amor. Porque
en la vida todo es encanto, o quizá milagro, ¿qué más da?
“Llegar a lo que importa y estremece” es el
verso con que Isabel expresa ese amor de agua y tierra, amor extático, inmune a
encrucijadas e intemperies. Porque el agua, tras el brío de su nacimiento, los
meandros de su cauce y el lento entregarse a un océano tramado de sal, alberga,
como una promesa, las pupilas afiebradas del amor: “En tu iris de océano, /
eso, eso maravilloso, / todo lo presentía”. “Todo estaba latente, / palpitaba
algo hermoso / en parpadeos”. Pero la autora duda, no dispone de
todas las certezas, el amor es así, inasible, lejano, tal vez indolente: “Tú
eras el dios en que yo creía…/ Pero no te alcanzaba, / no podía tomarte de la
mano / ni tú agarrar la mía”. Hasta que cuaja la convicción, la seguridad,
el despojarse de incertidumbres: el amor es atracción, prohibiciones, agua
transmutada en nieblas y escarcha que el viento arrastra. Los sentimientos son
trasminados de lluvia y Arco Iris, de vértigos, conmoción y fragancias. Y es
ahora cuando podríamos recordar los versos de la escritora granadina Carmen
Rubio: “Has vuelto con la lluvia / para hurgar en mis sueños; / la voz
entretejida entre las voces / vegetales del agua”.
La madurez de un río se manifiesta en un
vagar reposado de aguas, aguas turbias preñadas de arena, de arcilla, de rocas
minúsculas que se ocultan en su oscura profundidad. La lluvia y los afluentes
fertilizan su cauce con aguas nuevas, con meandros que serpean en la llanura:
“Se dilataba un cauce que no frena, / que salta sobre presas”, “con un caminar
trémulo, / sinuoso, lento el líquido amniótico/ por mi seno de hojaldre /
cobijando un milagro”. Es la magia de una emoción, de un sentimiento, el
encanto de una gravidez latente, el sosiego, el cobijo del silencio, la alegría
en ese cuidado, libre palpitar. La magia de una espera que los intolerantes no
desean que culmine: “Y creo que cruzaron nuestros ojos / unas dolidas
sombras”. Pero el amor es valiente, pródigo en horizontes, luminarias y
travesías, generoso en las labranzas de la razón: “Pero tú y yo / nos mirábamos,
los dos teníamos vista / de altura y lejanías…”. Isabel ofrece las
palabras, quiere que se hable, que broten los poemas, que comience la lluvia,
que la dehiscencia del amor nutra las cosechas, que el caudal del río haga
latir los corazones y también la inocencia; ese mismo caudal de amor que renace
en los versos y en la sangre como una avenida de promesas: “…que reflejan
por siempre el testimonio / de nuestra epifanía, / de toda su inocencia y
trascendencia”. Trascendencia como la que Isabel otorga al amor. El amor
por sobre sequías, heridas y silencios. Un amor —tierno, proteico, apasionado—
que estremece esa tierra lírica que ella representa: “Suelo y agua. Papel y
verso. Amor y carne / o solo evocación y lejanía, / poesía por las nubes en
relámpagos, la súbita galerna…/ Las estrellas aguardan”.
El río ensancha sus márgenes.
Los álamos blancos apuntalan los ribazos mientras, en primavera, la oropéndola
aflauta el aire de plumas negras y amarillas. Pronto volverá el autillo y su
reclamo cadencioso, solapado de templanza y de crepúsculo. Es el momento de
escribir algunos versos: “Vino otra vez la lluvia / y mojó aquel papel /
mientras que la mirada / seguía en su embeleso y nos fundía…”. Isabel se
siente huérfana de palabras, pero arrebatada de felicidad y, tal vez, también de
lágrimas. Isabel se siente cauce, lecho, vaguada. Y como tal, ella se comunica
con el agua, sí, el agua, ese sonrojo que escapa al amanecer: “…—qué sabrán
de tu herida si me faltas, / de tu sombra, primero—“. “Eres el
manantial, eres el río, / eres el beso que succiona mis ganas, / el poema en el
que se mira el cielo”. Y así, la autora expresa en un conjunto de metáforas
y símiles la amorosa identidad entre la tierra- cauce y el agua-poema: “Somos
los dos el globo malherido / que surca el firmamento, / la cúpula como salón de
baile / que moldea la danza, / toda la redondez / donde se instalan / espinos y
espirales / de vilanos y pétalos que vuelan, / como las esperanzas / de un río
permanente e inflamado / colgado en mi garganta”. Isabel, todo voluntad y
determinación, quiere conocer el amor para así caminar juntos, a pesar del
dolor y de la sangre: “—tu fluir por mi oído lluvia dulce—, a pesar de
que ambos se saben indefensos ante el destino, ante el vacío de los días, ante
la espera de la esperanza: “No, por el amor del río, del agua / que alumbra
los milagros, / reparemos en todos los juncales, en todos los gorjeos y la
brisa, / en todos los abrazos y los besos / que saben a manzana…”. Tierra y
agua siempre entreverados, siempre aherrojados con el devenir del tiempo, el
amor y los poemas. Ese círculo perfecto, ese ciclo virtuoso entre el amor, el
verso, el agua y la tierra.
Isabel sabe del sosiego del tiempo, del
temor a las perturbaciones telúricas y a las trombas de agua, del sigilo de la
aurora, de la contemplación del firmamento, de la madura, amorosa ondulación de
los ríos, de “la magnitud soberbia en que flotamos”: “Y nada nos
importa / y a nadie le importamos / cuando hemos alcanzado / el pulso de la
tierra y de los astros”. Isabel sabe que la belleza se encuentra en lo
inasible, en lo que no se puede poseer. Isabel sabe de la génesis del hombre y
de la trascendencia de su arte —mitología, creencias, supervivencia,
fertilidad— que embargó a nuestros ancestros de agua, tierra, amor y versos: “Que
brotamos del agua. / Y palpitó el amor. / Y surgió la poesía / alumbrando
rupestres / en las manos inquietas / que querían saberse / confirmarse, contar
a los futuros / con huella impresionista / de óxido y arcilla”. Isabel sabe
que el agua y el amor —sueños, miradas y sonrisas— tejen la savia de la vida,
una vida a salvo de miedos, destrozos y sequías. Una vida que es nostalgia del
poema y del amor: “Era entonces el tiempo / en el que todo, todo me lo
dabas”.
“De aquella dormición eterna juntos, / nos
despertó la lluvia”. Isabel confiesa que el futuro se encuentra en la
mirada, mientras nos regala, con una sugerente enumeración, la imagen misma del
amor, del alba de un amor fragante y terso, nutricio y etéreo: “Y amanecimos
nardo, / hibisco, estanque, géiser, / catarata, yerba, cocoteros, pan…”. La
autora nos regala un atadijo de imágenes sensoriales en un hábitat —amor y
vida— sin fronteras: “Había un rumor dulce, / un inmenso horizonte en
armonía / salpicado de cálidas centellas / fascinación y música tranquila, /
temblor de un aleteo…” Y tras la nieve, el aflorar de un venero entre las
grietas —otras fuentes, otros ríos— sirvió para que la sinceridad se reflejara
en la mirada.
En su poema “Lágrima”, Claudio Rodríguez
(Zamora, 1934 – Madrid, 1999) cree que “Cuando el sollozo llega hasta
esta lágrima / lágrima nueva que eres vida y caes, / estás cayendo y nunca caes
del todo, / pero me asciendes hasta mi dolor…”. Y es al final del poemario Manantial
donde encontramos algunos versos añadidos en los que Isabel manifiesta la
necesidad de ese caudal de lágrimas que engendrará la vida: “Porque somos la
vida, / la magia y la grandeza de la vida”, versos que derrochan
sensorialidad al engarzar el agua en la tierra: “Que saboreo siempre tu
mirada / azul melancolía, / tu tono de canela azucarada, / tu roce de vilano
que regresa…”, versos en los que la autora confiesa que “Habito ya tu
ser / y tú eres ya el mío”, en una suerte de hibridación lírica de las conciencias,
sin rastro de temor: “Tú recoges mi ser / y tú eres ya en el mío. / Y nada
nos importa…”, solo el misterio de lo inextinguible, qué más da si ya somos
uno: agua, tierra, versos, amor.
El río tiñe sus aguas de ancianidad conforme
se aproxima al mar. Se ensancha, se enlentece, carga con los sedimentos de toda
una vida. Curva su cauce como en un padecimiento artrítico o quizá reumático
sobre la gran llanura aluvial. Y es allí, en su desembocadura, donde formará un
estuario o tal vez un delta de tierra profunda y fértil, muy fértil. José
Agustín Goytisolo (Barcelona, 1928 – Barcelona 1999) concluyó uno de sus
poemas con los siguientes versos: “A veces / solo a veces gran amor”.
Tras leer este valioso poemario de Isabel Villalta, creo que lo acertado sería
terminar este escrito con toda la verdad contenida en dos versos, solo dos:
“Siempre, / para siempre, gran amor”.
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