Leí Cien años de soledad no hace mucho tiempo. Con una edad en que ya se ha vivido mucho y te percatas, llena de asombro, entre sus páginas, cómo por ese extenso relato mágico circula toda la realidad de la existencia. Cómo se puede estar recreando tiempos remotos y al mismo tiempo aún por suceder. La vida del presente tuyo cuando Gabriel García Márquez la había descrito, imaginado bastantes años antes y el mismo tiempo suyo, y el de ésta y la otra humanidad, allí o aquí en cualquier parte del mundo. Ir y venir, volver y regresar por la historia de todas las civilizaciones desde el lugar inconcreto de Macondo y la ficticia familia Buendía percibiendo personajes, figuras célebres de la historia y seres anónimos todos con sus luchas y sus contradicciones, su esencia primitiva y su grandeza, su amargura y sus gozos y la transformación de todo o su permanencia en cada ser humano con el paso de las generaciones. Lo real y posible, lo sucedido en cada lugar y familia y ser humano y lo por suceder mitificado en una perspectiva de soledad inmensa, de magia y realismo, desde Macondo en la familia Buendía (como desde la Mancha en don Quijote). Leí Cien años de soledad (como unos años antes Don Quijote de la Mancha) cuando todo ese desasosiego humano de diferentes miembros de una extensa familia me hizo certificar la ya intuida -por la edad en que me sumergí sin escapatoria en su laberinto- verdadera condición del mundo y de los hombres sucedida o por suceder. Gabriel García Márquez (como Cervantes) es un dios de la literatura universal, desde Colombia y las letras iberoamericanas, que permanecerá vivo por siempre aunque su naturaleza humana se haya hoy extinguido.
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