COMPLEJOS SICOLÓGICOS

 

Los complejos de carácter tienden a paralizar el mundo. Si lo es de inferioridad, que tantas veces se aplica a la ligera, sin el estudio sicológico que requiere de la persona que lo padece real o aparentemente a vista de los demás, se puede llegar a pensar que está asociado a otras actitudes del individuo. Si lo aporto de inicio es porque actúa como un tópico cuando se conoce a una persona retraída o con supuesta necesidad de declarar sus logros.

Complejo viene del latín complexus, participio pasivo del verbo complecti que significa ´abarcar, rodear, enlazar`. De esta forma deriva en infraestructuras de construcción el homónimo ´complejo industrial, comercial, de ocio`, etc. El prefijo con- significa ´junto, reunido`, y el verbo plectere (forma de infinitivo de plecti) significa ´entrelazar, trenzar`, verbo que es frecuentativo de plicare ´plegar`.

Ciñéndonos a los psicológicos, la persona que padece un complejo se pliega en sí misma, no es abierta de carácter o no actúa con naturalidad.

Pero existen varias formas de complejo. Dejamos muchos otros y escogemos el que ya se ha adelantado, el de inferioridad, y también su opuesto, el de superioridad. Las personas que padecen uno u otro sin voluntad alguna de superarlos son las que paralizan el mundo, tienen miedo a lo que las rodea, les imponen personas o fenómenos sociales o naturales y no actúan sino en su medio íntimo, llegando en muchos casos a ser superados por su propio encierro; y la misma consecuencia sufren quienes consideran inferior cuanto no es de su rango, personas, lugares o estilos de vida.

Un factor psicológico en contra de estos complejos es el afán de superación, el deseo de cambiar las cosas, la visión abierta de que el mundo debe evolucionar hacia el progreso y el beneficio propio o de la colectividad.

Por ello, no podremos pensar que Alejandro Magno tuvo complejo de inferioridad por ser el hijo del rey del minúsculo reino de Macedonia cuando se puso a cabalgar a galope tendido sobre bucéfalo y a conquistar territorios, a incendiar ciudades -esa decisión asociada u obligada sí fue terrible-, a ordenar a su ejército, a fundar nuevas urbes, a extender la sabiduría de la cultura griega, a congraciarse con sus hombres que llegaron a seguirlo y amarlo como el héroe en el que se convirtió tras ensanchar a la mayor globalización de la Antigüedad sus conquistas y alumbrar el mundo que resultó tras el ímpetu y eficacia de su paso.

No podemos considerar que Martin Luther King tuviera complejo de inferioridad por ser negro cuando elevó sus discursos cruciales en defensa de la dignidad de la población esclava afroamericana. Ni que Nelson Mandela por el mismo motivo de raza lo fuera en la Sudáfrica del apartheid, dominada por los blancos. Ni que las mujeres pioneras en la defensa de sus derechos como persona jurídica, social, laboral, cultural o familiar desde hace 200 años tuvieran el mismo temor por pertenecer a su género y no fuesen capaces de elevar su lucha por adquirir la misma autonomía y decisión que los hombres… Todas estas personas han tenido coraje por hacer que el mundo cambiara su rumbo contrario a su inteligencia y capacidades, a sus aptitudes y su honor comunes y que resultara el de las libertades, los derechos y los deberes del conjunto de la sociedad.

Por el contrario, están quienes padecen complejo de superioridad. Esas personas que también retienen la rueda de la evolución de la historia. Quienes desde generaciones y siglos han negado el saludo a los vecinos que consideraban o consideran inferiores a su categoría de clase, inmensa mayoría que su clan, y se han encerrado o se siguen encerrando en sus casonas o palacios, en sus grupos endogámicos (de los términos griegos endon ´dentro` y gamo ´matrimonio`) por repelús a esa lepra que resulta el mayor número de los mortales desde la historia. Me viene a la memoria el Romanticismo y su enfermedad de aislamiento en gran parte favorecida por esos motivos, plenamente activa en el siglo XIX, cuando el suicidio fue frecuente por ser la persona incapaz de salir de sus pliegues, “la maladie du siècle”, la llamaban los franceses. Pusilanimidad, soberbia, decaimiento, vanidad, desprecio a la sociedad común a la que sin embargo han explotado y lo siguen haciendo en determinados y numerosos países o sociedades. Ellos también son humanos que, a la postre, abierto el mundo actual, del que afortunadamente formamos parte en occidente, a la libertad y felicidad de todas las clases, la categoría que cada individuo sea capaz de conquistar por su voluntad y sus méritos sin que ninguna ley lo prohíba, sino al contrario, esas también, si su genio no se lo permite, terminan siendo absorbidas por los dobleces de sus complejos.

Lo contrario a los complejos es la naturalidad, la seguridad, la magnanimidad, el empuje para hacer que el mundo camine y que incluso supere sus infinitas ofertas.

Y un factor temerario que se encierra en el recinto cerrado al mundo de otras personas es el de la violencia, el de los holocaustos, el de la destrucción. Esos sí son casos patológicos serios que se deben controlar, hacerlo primeramente desde el seno de la familia y el de la escuela y no dar lugar ya nunca a que se tuerzan por ningún osado motivo de desprecio o de odio.

La franqueza y la sonrisa, la valentía y la confianza, la solidez, la generosidad y la mirada profunda y, al mismo tiempo, un trozo de modestia, son la garantía para que el engranaje de la vida y del mundo efectúen un recorrido grandioso y feliz.

 

                                   © Isabel Villalta

                                  



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