LA VIOLENCIA VERBAL COMO META POLÍTICA 

Isabel Villalta 


Desde el origen de la humanidad ha habido riñas tribales que se desenvolvían en medio del campo, en lindes libres, supuestamente, y si los enconados de una tribu traspasaban esa frontera y ocupaban el terreno que pertenecía a la otra la tragedia se agravaba hasta el asesinato más legítimo a golpe de hacha. 

Cuando presuntamente éramos civilizados, el teatro griego llevó estos dramas “primitivos” de desentendimiento o ataque a los grandiosos teatros de la Grecia clásica. Lo hacía desde el siglo VI a. C. retratando ya tragedias reales contemporáneas o inspirándose en mitos como un ejemplo. ¿Se leen, se conocen hoy por quienes aspiran a gobernar -es un decir- un país? Esquilo, Sófocles y Eurípides fueron los primeros grandes autores de la tragedia griega. Los contrarios a un personaje o a un grupo devoraban a sus contrarios con carnívoras diatribas o con las armas. Del primer autor trágico, Los Persas, escrita después del triunfo griego en la batalla de Salamina, y el lamento de los persas por la derrota, o la Orestiada, final de la maldición de la casa de Atreo, rey micénico exiliado por su padre junto a su hermano Tieste por dar muerte a su hermanastro Crisipo en su deseo de alcanzar el trono de Olimpia. ¿Se expulsa ahora a padres, hijos o sucesores que dañan las estructuras de un reino o un estado con hechos reprobables? No, somos permisivos si adoradores ciegos o interesados de sus facciones. Sófocles retrató y perfeccionó para la escena respecto a su antecesor el drama de Antígona (empieza donde Esquilo da final a Los siete contra Tebas), donde se enfrentan dos nociones del deber: la familiar, con el respeto a las normas religiosas y que representa Antígona, y la civil, que se caracteriza por el respeto de las leyes del Estado, representada por Creonte. ¿Se sabe hoy, todavía, de este respeto por determinados representantes políticos? Y Eurípides, quién aún llevó mayor vigor a la escena griega y compuso, entre muchas otras, Las troyanas, donde la reina madre y desdentada Hécuba se desgañita en llanto y un monólogo de súplica y acusación que permanece latente tras los siglos por el dolor frente a la muerte de troyanos y troyanas en la destrucción por los aqueos de la legendaria ciudad de Oriente Medio o, por reseñar una más de este poeta, Medea, la esposa del rey Jasón que en una desesperación de locura vengativa mató a sus hijos para no dejar rastro del padre al que amó y protegió y, sin embargo, la traicionó. Estos dramas de los autores del teatro clásico son, entre otros, unos pocos conservados de los que desde la mitología o la realidad señalan ejemplos de la violencia social de ese presente, del pasado o, como sabemos, mucho de lo que sigue sucediendo en la actualidad. 

Atila rey de los hunos es otro que emplea tácticas despiadadas para lograr el cumplimiento de sus metas políticas y militares, otra muestra de líderes sanguinarios y crueles llevados por un punto de fascinación por la demolición como lo siguieron siendo, dando un salto cuantitativo en el tiempo, en la Edad Media hijos que asesinaban a sus padres o hermanos que lo hacían a sus hermanos para imponerse en el trono, recuérdese, por ejemplo, a Enrique de Trastamara que mata a su hermanastro Pedro I, apodado “el Cruel” o "el Justiciero", según quien lo condenara o defendiera, a los pies del castillo de Montiel. 

O fueron muestras excelsas -solo, claro, en la composición del drama- las obras trágicas de Shakespeare Hamlet, Macbeth o El rey Lear. Tanto que, o no se tiene en la lista de las lecturas, o que inspira si se hace a cerebros esquizofrénicos como lo fueron los de Hitler o Stalin o el de ahora Putin. 

O permanecen en la actualidad con su violencia y machismo, su demagogia y su fanatismo los regímenes de Afganistán, Siria, el Congo, Corea… 

Y estaban las mujeres arrabaleras celosas que reñían en la calle a vergonzoso insulto en grito agarradas de los pelos en un tiempo de una España miserable… 

Bajos instintos, todos, de la controversia humana, contrarios a la construcción de un país libre con derechos y obligaciones; actitudes que lo son más deplorables y temerarias en quienes aspiran a ser gobernantes. 

Son muchos más, pero en estos símbolos aportados hemos visto ejemplos de sangre y de grandeza de verbo que por las mentes pensantes siguen siendo utilizados en un continum histórico como defensa de la justicia y la felicidad sociales, pero también de bajeza esgrimida en la calle. 

A ambas formas, sangre y descalificación, se alude en vergonzosos discursos en el presente siglo XXI, no ya en corrales de vecindad o en la calle, sino nada menos que en el Congreso de los Diputados de España, el lugar de representación de la dignidad del país. En una España que defiende su democracia, la que se aprobó por mayoría ardorosa, valentía y consenso después de cuarenta años de represión desde la raíz de una guerra que casi destroza por completo lo que antes fue Imperio donde el sol jamás se ponía. Una democracia firme y decidida para escapar por fin de un régimen dictatorial opresor y funesto y no volver a repetir las tragedias. Una democracia europea y un gobierno -sin ningún tipo de partidismo por mi parte- que está salvando con el mayor decoro y capacidades morales y de gestión y los mejores resultados en el conjunto de la Unión Europea, un cúmulo de crisis sucesivas, impulsando leyes y normas de amparo y de recuperación; reglas como el mejor antídoto a los feroces y extremistas opositores que se vanaglorian, ah, triste oxímoron, de ser los mejores y que dios y las urnas no lo quieran… Un país, el nuestro, que sigue teniendo a personajes nada menos que en la Cámara Alta que lanzan un bombardeo de gestos, insultos y despropósitos miserables desde su oscura oposición y no se resisten a socavar a ese gobierno y los cimientos y el edificio de una de las mejores democracias de la actualidad. Políticos actuales pagados con la contribución de cada español trabajador y honrado que defienden con tal vileza su sueldo porque no tienen un proyecto de vida y profesión constructivos. 

Lo hemos podido ver en las últimas sesiones parlamentarias: acusan a sus rivales, desde el escaño o desde la tribuna, de hechos no comprobados o que son de íntima libertad en el derecho legítimo personal, pero que desde sus besos rojos y ojos chispeantes mandados a quienes defienden obscenamente su discurso lascivo se describen a ellas o ellos mismos de lo que acusan. 

Si en nuestro país queremos una política armoniosa y ejemplificante que defienda la justicia y la felicidad de todos, como así se está haciendo desde el poder ejecutivo, hemos de prohibir rotundamente esos deleznables abusos o, con nuestro derecho a voto y capacidad reflexiva, arrojar definitivamente a quienes los ejercen sin escrúpulos en el Congreso, lugar que ha de ser siempre espejo de dignidad del país en el que vivimos.

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