Costas del Caribe frente a Santiago de Cuba, donde todavía puede verse el buque insignia Infanta María Teresa, uno de los seis que formaban la escuadra del almirante Cervera, y donde él navegaba.

CUBA, ALGO NUESTRO PARA SIEMPRE

(artículo publicado en El Periódico (semanario de Tomelloso) el 23 de junio de 1998)

                                                                                        © Isabel Villalta Villalta

 

   La pérdida de Cuba, y con ella las de Puerto rico y Filipinas, últimas colonias ultramarinas del Imperio Español, es hoy un hecho ampliamente superado. Cien años nos separan de él y en este tiempo España se ha ido reconduciendo de manera más concéntrica, profundizando en su ente geográficamente más inmediato y ganando para sí una fuerza más centrífuga y, en más de una ocasión, también, disipadora; no sin haber pasado en este tiempo por graves y temerarias crisis, de sobra conocidas.

   Pero en el centenario debemos un recuerdo reverente a aquellos hechos, más que por la pérdida territorial que supusieron, por la irreparable y valiosa de las miles de vidas humanas que costó. Allí quedaron innumerables españoles, atrayendo hacia sí, desde la sensata memoria de esta nación, un recuerdo eterno y doloroso.

   Soy consciente de que los acontecimientos históricos, estos de envergadura que son motivo de conmemoraciones y celebraciones, pueden seguirse, en la medida que se rememoren,  desde el propio sillón de casa frente al televisor o acudiendo a cualquier conferencia o exposición. Pero yo iré este año a Cuba. Será allí, frente a la hermosa bahía de Santiago y alguna otra región convulsionada entonces, donde evoque reverente los hechos de aquel patético desastre, donde guarde un respetuoso silencio por los hombres que cayeron víctimas de las irresponsables órdenes gubernamentales de la metrópoli, de su desprotección absoluta bajo los injustos sistemas del voto censitario y de quintas de la época, y de sus propios sentimientos románticos e impulsos ilusorios en creer que podríamos terminar vencedores en aquella contienda. Son cien años los transcurridos desde aquel acto de rebeldía y represiones.

   La guerra cubana de la independencia, cuyo dirigente más significativo en los comienzos fue José Martí, había estallado el 24 de febrero de 1895 con el “Grito de Baire”, formalmente ante la negativa del gobierno español de reformar el régimen colonial y esclavista que imperaba en Cuba, pero en la práctica, como consecuencia de la fuerte oligarquía terrateniente que había ido surgiendo en la isla y que, a semejanza de las catorce colonias americanas que se independizaron a lo largo del siglo, y de la propia metrópoli, quería auto regirse, y no depender de un gobierno tan alejado de su geografía y de sus problemas.

   Vendrían paralelos los intereses de los Estados Unidos en auge. Y la extraña explosión del crucero de su propiedad, el Maine, el 15 de febrero de 1898, mientras se encontraba anclado en la bahía de La Habana, desataría la intervención de la emergente potencia que, con una mínima observación de estrategas, desde el principio podía saberse que iba a ser la ganadora del conflicto.

   Cien años hace de unos crudos y desproporcionados ataques, consecuencia de unas circunstancias propias de la imparable evolución y transformación del mundo, en que se nos estaban escapando de las manos como agua de torrente los últimos bastiones de nuestro Sacro Imperio. Y, desde la reacción a la ligera de los mass media de España y las manifestaciones por las ciudades de las clases medias gritando ¡A New York!, miles de hombres nuestros, entre acciones bélicas e implacables epidemias, dejaron sus vidas en la isla del Caribe, isla de caña de azúcar con un sabor profundamente amargo ahora.

   La guerra hispanoamericana fue una osadía irresponsable por parte de España que solo unos pocos supieron ver con lucidez. Unamuno denunció escandalizado el proceder del general Weyler, enviado por Cánovas en el verano de 1896, bajo cuya brutal represión murieron miles de cubanos, contrariando una solución pacífica y tal vez condescendiente para España, y son así famosos los artículos del pensador ¡Paz, paz, paz! o Pero, ¿qué hace Weyler? Por su parte, dirigentes obreros como el PSOE, de poco más de veinte años de trayectoria desde su fundación por el gran político Pablo Iglesias Posse, en 1872, proclamaban igualmente, empeñados como se estaba en defender esa tierra, que a aquella lucha fueran o todos o ninguno, añadiendo que “si para lograr la paz hace falta la independencia de Cuba, a la independencia de Cuba debe llegarse”.

   Y el almirante Cervera, cuando el gobierno de Sagasta y el Estado Mayor de la Marina le ordenaron zarpar hacia las Antillas y enfrentar su escuadra a la americana, mucho más numerosa y con cañones de mayor alcance, sabía igualmente que se abocaba a un desastre inevitable.

   Ya el 1º de mayo en aguas de Cavite, en Filipinas, la flota americana había deshecho en dos horas a la escuadra española mandada por el almirante Montojo. Ya, también, en El Caney, de nuevo en Cuba, el 1º de julio el Fuerte El Viso había sido atacado por 6.500 soldados norteamericanos y, aunque defendido tenazmente por los generales Linares y Vara del Rey con 419 soldados a sus órdenes, sólo quedaron con vida 80 soldados españoles, contándose entre los caídos el propio Vara del Rey.

   Pero el gobierno español seguía sin ver el alcance del problema, alejado de los incendiados escenarios y torpemente ajeno a la realidad.

   Y cuando, seguidamente, fuerzas cubanas y norteamericanas atacaron las líneas de fortificación de la ciudad de Santiago, mientras la escuadra bloqueaba el puerto con los buques de Cervera dentro, mandó a este entrar en combate. El 3 de julio de 1898 Cervera salió al sacrificio, no quedando ni un buque a flote de su escuadra. Era el final de la escasa flota española. Con ella, tras el Tratado de París, firmado el 19 de diciembre del mismo año, se hundía para siempre el Imperio en el que no se ponía el sol, viejo sueño de Carlos I de España y V de Alemania.

   Y, también, fue el final de la aventura de unos hombres que, desde su marginalidad social, defendieron allí la conservación de, al menos, una parte de la vieja gloria española. Allí dejaron sus vidas unos, mientras otros regresaron sin serles reconocido ningún mérito y, además, humillados por quienes, al abrigo de su economía y del sistema político reinante, habían visto la derrota cómodamente alejados del conflicto.

   Iré a Cuba este año para ver aquella isla hermosa donde yacen miles de compatriotas.

 

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