PREGÓN DE SEMANA SANTA 2003. MEMBRILLA

           Isabel Villalta Villalta

                                                                              

                                                         A mis abuelos, in memoriam

 

EL LEGADO DE UN SUEÑO

 

   Derramó la luz de Dios, de la que venía iluminado, en sabias enseñanzas. Pasó como un torrente, transformando los esquemas, estremeciendo las conciencias, derramando esperanza en los suburbios. Sumiso al Padre y pleno de amor por nosotros, hasta el sacrificio supremo de la cruz.

   Y nace abril, y de nuevo se instala entre nosotros. Hoy ha llegado a la ciudad para celebrar la Pascua. Y hoy todos sabemos el doloroso desenlace. Dispuesto está al holocausto, a la lenta agonía por nosotros. Abril para volver a la memoria. Para alentar las partículas de su luz, que flotan con clara vocación de iluminarnos.

 

   Presidente, presentador, autoridades civiles y eclesiásticas, hermanos cofrades, queridos paisanos, amigos todos, buenos días.

 

   Gracias, Pedro, por tu amable semblanza sobre mí y mi familia, que, levantada en un momento, la he sentido como un pilar de experiencias y amor que me sostienen.

 

   Sinceramente, me siento profundamente honrada de estar en este estrado abriendo con mis palabras la Semana de Pasión; es un honor que se me reconozcan méritos para ello. Un honor porque me brindáis la ocasión de tomar ante vosotros la palabra, la atrevida palabra, y dejarla fluir sobre vuestros oídos con su impronta y su bagaje. Porque es mi pueblo donde se ha confiado en mí para pregonar la Semana Grande de nuestra religión, lo que me llena de orgullo, a la vez que me ofrece la oportunidad de ahondar en el mensaje de Cristo, y al plantear mi reflexión, quizás yo también purificarme.

   Y es un honor porque se trata de la Semana Santa de mi pueblo, el que, aunque haga veintiséis años que dejé llevada de los destinos de la Benemérita cuando me casé, abrigó un primer cuarto de siglo de mi vida entre sus fibras entrañables. Porque en mi composición sustancial como persona soy producto de su rodillo y sus caricias. Porque nunca me fui tan lejos que no sintiera su calor, que, aunque me fueran creciendo alas que luego desplegué, las que no quiero dejar en mucho tiempo de batir, no buscara su calor. Mi pueblo y mis gentes, sois. Los que nítidamente llevo en la memoria allá donde me encuentre. Porque los recuerdos de la niñez y de los años de vigor juvenil se graban a fuego en los cimientos de nuestra entidad.

   Mis Semanas Santas de la niñez cuando de la mano de mis mayores aprendí a guardar un profundo respeto y a hacer una dulce reverencia ante los pasos de la Pasión, en las solemnes procesiones, porque todo estaba envuelto en una luz de entrega y salvación. Cuando empecé a degustar los exquisitos platos típicos de estas fechas, elaborados en cada cocina de las casas con fino cuidado de maestros, de maestras. Platos con recetas ancestrales cuyos derechos de autor habría que pagar en gran medida a los árabes que entre nosotros convivieron, entre guerra y entre paz, pero siempre en un intercambio cultural fecundo y valiosísimo, en esos ocho siglos largos prolongados más allá del XVI. Repostería única en la que se alternaban para darle su dulzor, bien el azúcar, éste también producto que ellos introdujeron en España, y palabra que a ellos les debemos, al-skkar, o la miel, cuyo cultivo ya practicaban los pueblos primitivos y que servía de único edulcorante antes de conocerse el azúcar; la miel, néctar de abejas y flores como una dulce y luminosa primavera permanente en el paladar y en el río de la sangre, dorando y endulzando deliciosas roscas cuyo nombre al pronunciarlo -nuégados- hace estremecerse las papilas y refuerza nuestra esencia de hombres y de pueblo.

   Mis Semanas Santas en el balcón del número 4 de la calle San Roque junto a mi abuela Teodora, viéndola conmovida en su honda abstracción de creyente ante los pasos de Jesús en sufrimiento, con una íntima fe en la vida eterna de los mansos, por lo que Jesús se entregó a ese trance. Momentos como tantos otros que la mantienen presente en mi memoria y en mi corazón, y por los que sé bajo su propia esperanza que ella estará ahora gozando del reino del Señor.

   Mis Semanas Santas de la juventud madrugando con mis amigas y amigos para asistir al Sermón del Encuentro en la fresca o fría madrugada, arrastrando un sueño terrible pero con voluntad de no perdernos ni uno solo de los actos; reteniendo en cada uno de ellos el proceso de la condena de Cristo y queriendo entender su significado. Porque era un cumplimiento enseñado y autoexigido, responsable con el espíritu de comunión religiosa, hermanada en la palabra del Señor. Porque cuando se está empezando a vivir no hay que descuidar ninguna enseñanza, que penetrará en lo más hondo de nuestro de nuestro ser dejándonos constancia del borboteo incesante de las cosas, de las evoluciones trascendentes de la vida, de la necesidad del ser humano de hallarle sentido a la existencia; enseñanza que valoraremos mejor después al añadirla a las experiencias y al resto de conocimientos que vayamos adquiriendo; al compararla, al analizarla cuando el entendimiento empieza a serenar su voraz deseo de absorción y a definirse.

   Situados en grupos o en parejas al borde de la fila de nazarenos en esos años puros de la juventud y de tremenda facilidad para estar alegres, nos embargaba la emoción ante la expresiva imaginación que narraba la Causa o nos producía un acceso de risa contenida y un simple o ingenioso comentario alguna anécdota por insignificante que fuera, como el tropezón con el compañero precedente detenido del nazareno que, absorto en sepa Dios qué objetivo de los laterales, seguía caminando, o la tenacidad del viento en apagar velas frente a la de sus portadores por mantenerlas encendidas, o el reconocer de nuevo a los encapuchados más asiduos a lo largo de las ediciones por su silueta o su peculiar forma de andar… Pero siempre respetuosos; entendíamos que en esa representación total había algo más que una costumbre popular; que en ella se daba un estrecho acercamiento de tiempo y hombres, cuyo motivo era una rotunda cuestión de amor; siempre serios, trascendidos por los acordes de la banda de música del maestro Emilio Cano o de su hijo Rafael y el repique insistente de tambores y el agudo lamento de cornetas. Y corríamos nada más pasar la imagen de la Soledad o de la Virgen de los Dolores y la comitiva de autoridades que cerraban el desfile para ver en otro enclave del recorrido el solemne escenario ambulante; corríamos desde la calle de la Monjas por esquinas y calles semioscuras entre otros espectadores con el mismo interés para coger sitio ahora en la calle Troya, en Santa Catalina o en la Plaza, así hasta ver varias veces la procesión, con su tremenda carga de humanidad aglutinada.

 

   Y así se fue grabando cada parte de mi pueblo en mi mirada, recorriéndolo de día o de noche durante años, participando en cada acto desde niña entre mis paisanos hasta llegar a conocerlos sin presentárseme explícitos, con solo percibir un reflejo de su particularidad, reteniendo fachadas, esquinas y rostros que envolvían mi rutina de estrenos hasta que cambié de estado civil y, entre muchas otras cosas, conocí la vida de compañerismo y ciertas normas de disciplina de un Cuartel.

 

   Y mi sentimiento, finalmente, es de hondo agradecimiento por darme la oportunidad de hacer este balance, esta memoria desde mi persona y mi colectividad a través de nuestra cultura religiosa, lo cual debo, en nombre de la Junta de Cofradías, y con el beneplácito de los sacerdotes, a don Francisco Villahermosa, Paco para los amigos, actual presidente de este colectivo, que una mañana inesperada llegó a casa a distinguirme con tan ilustre proposición. Gracias, pues, Paco, y a todos, de antemano.

 

   Por qué acepté. Por todo lo que he expresado hasta aquí, pero, también, quizás, porque pienso que, más que unos avales culturales y expresivos, me hacían apta para ello, tal vez, la filiación a este ministerio, que entiendo como tener voluntad de comprensión y de concordia, de búsqueda de medios para que el espíritu constructivo y feliz de la vida no se derrumbe; pero creo que, sobre todo, porque consideré una oportunidad para ensalzar la circunstancia de Cristo y analizar, en lo que alcance, cual es la herencia que guardamos.

   En cualquier caso, permitidme que os lea, antes de entrar de pleno en el Pregón, tres breves estrofas de uno de los primeros poemas que escribí, que recoge en cierto modo ese carácter que comento. Dice así:

Y siempre me tendréis

si lo queréis

y traéis disposición serena,

que yo siempre estaré

en los surtidores mansos de la vida.

(…)

En las ondas libres, me hallaréis,

por el viento generoso

engarzando besos

y difuminando manotazos.

(…)

Allí estaré,

en la armonía inmensa de las cosas

y en la grata soledad.

 

   Me habéis buscado, y me habéis encontrado, porque el objetivo común en esta sala contenida es favorecer un ambiente de profunda serenidad y conexión cristiana. Y aquí me tenéis, dispuesta a la ardua tarea de ahondar en el significado de la Pasión de Jesucristo y, también, a grandes rasgos, introducirnos primero en dos aspectos sobresalientes del mundo que se desarrolló a partir de su llegada, del mundo de nuestra cultura.

 

1.    MENSAJE, PROPAGACIÓN Y REVOLUCIÓN CULTURAL Y ARTÍSTICA

   Como la luz del sol con su esperanza de vida se propagó su palabra. Como un horizonte de equidad en la tierra desde su Ley de amor y de humildad en los hombres. Como la ardiente, como la serena verdad sobre el mundo elevada. Él era el Mesías prometido y esperado. Entendía los problemas del hombre, emanados de abusos, de ambición y soberbia, de rivalidad y egoísmo…, y venía a orientarlos, y a entregarles su paz, a anunciarles su reino. A llevar a cumplimiento la doctrina de Moisés y la de los profetas, la Ley de las Sagradas Escrituras que ya lo anunciaran (Mt. 5, 17). La Nueva Alianza establecida por Dios con sus adoradores (Jn. 4, 23-24) debía ser sellada por la muerte y resurrección de Jesús (Lc. 24, 25-27), que abriría a los hombres, redimidos, las puertas de la resurrección y la vida eterna.

   Las multitudes lo siguieron y lo amaron, y los gobernantes lo temieron como rival. Éstos, temerosos de ser desbancados del poder por creer que el reino del galileo era terrenal, e instigados por los grupos opuestos a la voluntad de Cristo, dirigieron su condena ad libitum y Jesús, el Redentor, se entregó a su Pasión y Muerte en un gesto supremo de sumisión al Padre y de amor a los hombres.

   Pero resucitó. Su luz era inextinguible (“Yo soy la luz”), inextinguible su mensaje por sencillo y feliz (“Amaos los unos a los otros como yo os he amado”). Y sus discípulos, reforzada su fe en el Maestro con este Hecho, incuestionable ya su procedencia divina, empezaron a difundir su doctrina y a desarrollar las primeras comunidades cristianas. Con ellas comienza la historia de la Iglesia, a través de la que el cristianismo ha ejercido una influencia innegablemente transformadora en la historia de gran parte de la humanidad.

 

1-1-Jalones cristianos, emblemas de identidad

   Y así empezó a crecer el inmenso bosque espiritual de nuestra cultura religiosa. Ese que se levanta en lontananza desde las carreteras en forma arquitectónica destacada sobre los perfiles poblacionales, y que quizás se tanto verlo al desplazarnos de un lugar a otro no nos detenemos lo suficiente a valorar, abstraídos en otras inquietudes, en otras preocupaciones o ilusiones que en la mochila de lo cotidiano nos acompañan; el que se prolonga desde nuestra población de Membrilla hasta el lugar más alejado de la geografía cristiana, tan familiar en ambos casos. Paisaje salpicado de una luminosa y variada arboleda en forma de ermitas y monasterios, de iglesias y catedrales y que son señas de nuestra identidad, emblemas de nuestra cultura, hitos de la ideología que nos une y que, imaginemos, si nos hallásemos en una tierra extraña sin saberlo, perdidos, y caminando de pronto aparecieran, sentiríamos que nos amparan, que, de repente nos devuelven la luz como puede hacerlo para un soldado derrotado en medio del fragor de la batalla la aparición de la bandera patria. Todos son lugares que nos orientan, tesoros artísticos al servicio de esta didáctica del alma, capaces de narrarnos la grandeza de esta Historia, de sugerirnos su temblor, como un caleidoscopio establecido en el filo del entendimiento y de las sensaciones, cuyo tronco irradiador es el momento preciso que, a partir de este Domingo de Pasión, nos disponemos a celebrar.

 

   Empezó a formarse este boscaje cuando el emperador Constantino declaró el cristianismo la religión oficial del Imperio, con el Edicto de Milán el año 313. Si hasta entonces los cristianos habían sido objeto de persecución y martirio por los defensores de las religiones paganas clásicas, tuvo visión este emperador no solo para entender la idea dichosa que transportaba el cristianismo, sino que, pragmático, entendió también que ningún imperio, ningún gobierno, ninguna comunidad cultural prospera en un ambiente de opresión y de violencia, y había que intentar salvar el Imperio, cuya designación, sin embargo, por lo dañado que ya se presentaba, estaba a punto de producirse, empezando a desarrollarse con vigor la nueva era.

 

   Se levantaron entonces pequeñas iglesias en los emplazamientos de las casas de Roma donde se había reunido hasta entonces la iglesia clandestina. Estas iglesias fueron transformándose y ampliándose y se fueron construyendo otras a medida que el cristianismo fue consolidándose a lo largo y ancho del Imperio, desde Oriente Próximo a los confines entonces de occidente, radicados aquí en nuestra península, en Galicia, donde el Cabo Finisterre expresa con su nombre esa realidad[1]. La inspiración de los artistas, verdaderos creyentes, tuvo ahora como referente el cristianismo y arquitectos, montadores, talladores, forjadores, decoradores… empezaron a multiplicar monumentos cristianos por toda la geografía que abarcaba la nueva religión, cultivando todos los estilos que vienen sucediéndose con la evolución de los tiempos, enriqueciéndolos y ornamentándolos según se hallan las economías de los estados en cada época, pero, siempre, dotándolos de relevancia respecto a las demás cosas mundanas.

 

   Y desde aquellas primeras iglesias de la capital del Imperio, construidas en inspiración romanobizantina, podemos recorrer, en rápida sucesión cronológica hasta hoy, las de abolengo hispanorromano que, con la llegada de los visigodos a nuestra península, en el siglo V, y su conversión al cristianismo el año 587 por decreto de Recaredo, se construyeron por toda nuestra geografía hispana hasta el VIII, conocidas por su arco de herradura. Las que, al producirse la invasión musulmana en la península, el año 711, levanta la mozarabía, población de la España católica que quedó en territorio musulmán, y en las que se mezclan elementos visigóticos y arábicos, con plenitud en el siglo X. Las copiosas en estilo románico, arte que se extendió desde el centro de Europa en dirección principalmente meridional entre los siglos X y XII, y que en España penetra a través de las dinámicas arterias del Camino de Santiago, por donde dejó un importantísimo patrimonio; son recias construcciones por cuya fachada, pórticos e interiores, en jambas, canecillos, capiteles, arquivoltas, desfilan, llenos de expresividad y con finalidad didáctica, el Antiguo y el Nuevo Testamento, combinando escenas de los Patriarcas y del nacimiento, vida y pasión de Cristo, con otras de la vida cotidiana de aquellos siglos medievales. Igualmente aparecen con este estilo las primeras imágenes de la Virgen, que tímidamente iniciaba la vigorosa adoración a la Madre de Dios de los siglos XII y XIII, hecho curiosamente relacionado con una revalorización de la mujer en la baja Edad Media, de lo que da cuenta la lírica provenzal, en la tradición del amor cortés. A partir de esa circunstancia y esta fecha prolífera del culto a María hasta llegar a haber, como hoy vemos, en cada comunidad una Patrona, una Virgen y la misma, la Madre de Dios, con diferentes nombres, y empezaron a levantarse iglesias y catedrales en su advocación, que a todos nos viene a la memoria, y ermitas por toda nuestra geografía a Ella consagradas.

   Un cambio de mentalidad va poniendo fin a los siglos medievales y aparece el gótico, luminoso, estilizado, con enérgico deseo de percibir la luz de Cristo en los espacios físicos de las alturas y a través de los muros perforados con artísticas vidrieras, levantando esbeltos arcos en ojival y airosas columnas nervadas cuyos capiteles florales se pierden en el fondo de las entrelazadas bóvedas, imitando la naturaleza de los bosques, la alegría y frondosidad de la tierra entre la que se intuye el espíritu de Dios; el gótico de las elevadas torres y la piedra perforada formando verdaderos encajes que armonizan con los paisajes o que los reproducen, y que podemos admirar en tantas ciudades de la geografía cristiana, en España espléndidamente representadas en las catedrales de Burgos, León o Toledo. Si observamos nuestra iglesia de Santiago el Mayor de Membrilla, sobre todo en su interior podemos ver la influencia de este estilo. Su desarrollo se extiende entre los siglos XII y XVI.

   Le sucede el barroco, en el siglo XVII, recargado de ornamento, desmesurado, complicado, dotando la mayoría de las veces de oscuridad y tristeza las representaciones religiosas, con lo que se responde a la visión pesimista de la vida que se extendió, a causa, significativamente, de las epidemias de peste ocurridas a lo largo de esta centuria; el barroco que triunfa igualmente en todo el panorama católico y el que trascenderá a América, después de las primeras iglesias coloniales allí construidas, una vez que se fue consolidando en esas nuevas tierras la evangelización. Estilo al que, finalmente, sucederá, a partir del siglo XVIII y hasta el XIX, como una reacción contra sus excesos decorativos, el neoclasicismo, que depura y ordena racionalmente las obras de arte de acuerdo con las normas clásicas.

   Y, finalmente, culminando los estilos más representativos del arte a lo largo de nuestra historia sagrada, el modernismo, que aparece a finales del siglo XIX, y cuyo máximo valedor fue el arquitecto Gaudí, quien dejará, aunque inconclusa, una obra grandiosa y de enorme calidad cristiana en la catedral de La Sagrada Familia de Barcelona. De ella dirá su autor que no era la última de las catedrales, sino la primera de una nueva forma de construir catedrales. Y así es, efectivamente. El estilo original de este autor, explosión de luz, color y fantasía y con sensaciones de movimiento en los materiales y las figuras, capaz de imitar de la forma más fiel la plenitud y la magia de la naturaleza, y con el que, en este monumento barcelonés, quiso fundir lo terrenal y lo sagrado elevando las torres en perspectiva reductora hacia el infinito, ha seducido a los arquitectos posteriores, pasando a la historia las anteriores formas de levantar monumentos en honor a Dios; sí, componiendo todos juntos, sin embargo, un mosaico poliforme de incalculable valor artístico y espiritual.

   Y entre ellos, como faros vigía, como piedras angulares de este paisaje, los tres centros principales de la peregrinación católica; Jerusalem, Roma y Santiago de Compostela, lugares donde el espíritu cristiano se ve conformado con las indulgencias plenarias que en ellos pueden alcanzarse. Jerusalem como centro neurálgico del Israel que recorrió Jesús difundiendo abrumadoramente la luz de su palabra y de su Ser. Jerusalem como foco de su Pasión donde acudió para celebrar la Pascua. La Jerusalem del Huerto de los Olivos milenarios donde Cristo meditó sobre la inminencia de su entrega. La Jerusalem de la Vía Dolorosa por la que se pueden escuchar los ecos del Nazareno camino del Calvario. La de El Santo Sepulcro, donde se puede tocar, produciendo un escalofrío indescriptible, la losa en la que, según la tradición, reposó su cuerpo para ser lavado tras ser descolgado de la cruz. Y Roma, la ciudad a la que llegó el apóstol Pedro para instaurar el cristianismo, y en la que sufrió martirio. La ciudad donde sobre el lugar en el que reposaron sus restos, en el Vaticano, se levantó la más importante de las iglesias de la capital romana y la que hoy es principal centro monumental y espiritual del cristianismo, desde donde se articula esta Institución. Romeros eran los primeros peregrinos que iban a Roma a visitar la tumba del apóstol; romeros los que celebramos nuestras actuales romerías (fijaos en el origen y evolución semántica del término), acontecimientos religioso-festivo-bucólicos entre los que los cristianos nos entretejemos de tradición y de cultura, de vida y plenitud en espacios abiertos a la naturaleza. Y Santiago de Compostela, su catedral espléndida erigida en diferentes estilos, templo que se alzó también, según se cuenta, sobre el lugar donde el obispo Teodomiro, en el siglo IX, certificó el hallazgo de los restos de este apóstol, adonde se dijo había llegado encargado de difundir la doctrina de Jesús. Compostela como un lugar secular de peregrinaciones inspiradas por el espíritu de los creyentes, punto final de un Camino que desciende por toda Europa en múltiples arterias, y que aglutina una incalculable riqueza histórica, cultural, artística, religiosa, humana…; un Camino y un destino vivos y llenos de universalidad como otro legado del espíritu cristiano. Todos son lugares que nos pertenecen, jalones que nos identifican, espacios que nos igualan, dentro de nuestras virtudes y nuestros defectos, queriendo llenarnos de grandeza. Por ellos se trasmite, con sensibilidad sublime, el alma del cristianismo y el temblor del Padre universal. Es el legado físico, tangible, lleno de humanidad, del sueño de Jesús, siempre dispuesto a contagiarnos.

 

1-2. El cristianismo a través de la lengua

Y dentro de los templos el ambiente propicio de conexión con el espíritu de Dios enriqueciéndose y evolucionando igualmente a través del tiempo. Expresivo en el resto de las artes: retablos, bóvedas, lienzos, grabados, esculturas…, y en la magia inasible de la música derramada por los acordes del órgano, y en el temblor de la llama de los cirios y de las velas, y en el aroma a incienso… Y en el rumor de los rezos y en la palabra de la predicación, en el código oral y escrito del ritual desde los apóstoles, desde los evangelios, desde las obras teológicas de los Padres de la Iglesia, en los códices, libros, misales… En latín desde el principio, la lengua del Imperio, la lengua de prestigio, común y unificadora. Todo ello a través del tiempo moldeando la nueva forma de pensar y de sentir, dinamizando la sociedad y su desarrollo, influyendo o caminando paralelo a otros acontecimientos y transformaciones, contribuyendo a la evolución, y a veces al retroceso, ciertamente, de nuestro mundo y nuestra cultura.

   Y si aquello representó una evolución del arte, una nueva conciencia en la gestación del patrimonio físico religioso, el cristianismo ejerció como motor casi silencioso de un fenómeno cultural interesantísimo e impresionante, que a mí particularmente como filóloga me emociona. Se trata del nacimiento de nuestra lengua castellana. Ocurre al haberse producido lentamente una abstracción del latín en la lengua hablada, diferente en cada parte del ya extinguido Imperio, debido al replegamiento de la sociedad, temerosa de las miserias medievales, a partir de las invasiones bárbaras y más tarde las musulmanas con sus guerras, además de la peste, sufrida detrás de poblaciones amuralladas, y la falta de enseñanza escrita. Los fieles, iletrados en su mayoría, ya no entendían el latín, en el que siguen, sin embargo, escribiéndose y predicándose los textos litúrgicos. Se hace necesario, por tanto, explicar la doctrina de Jesús en la que habla el pueblo llano. Y sucede el prodigio. El castellano escrito empieza a aparecer breve, rudimentario, en mantillas, en las Glosas Emilianenses. En el siglo X y el lugar el Monasterio de Suso, en San Millán de la Cogolla, en la Rioja. Son anotaciones en los márgenes para explicar pasajes de unos documentos eclesiásticos redactados en latín. Este creo que es el hecho más sutil y bello ocurrido a lo largo de nuestra historia religiosa, el que el mensaje de Jesús haya ejercido de vehículo para este alumbramiento mágico, la lengua aún apenas conocida poco más que en el rincón cántabro-riojano-leonés de su origen y hoy extendida a medio mundo, apenas definida entonces y hoy una de las más ricas del mundo, la lengua en la que yo estoy hablando, precisamente de tema cristiano, y vosotros estáis entendiendo. La lengua con la que, como a otras partes del Imperio Español, también se llevó el cristianismo a América, penetrando ambos al mismo tiempo entre aquella población desconocida hasta 1492. La lengua de Berceo, el primer poeta conocido que la emplea y que narraba deliciosamente milagros de la Virgen y vida de santos. La que en el siglo XIII empezó a perfeccionarse en el escritorio de Alfonso X el Sabio y la convirtió en la lengua oficial del reino. La lengua de la que Nebrija compuso su primera Gramática, a finales del siglo XV, “porque siempre fue la lengua compañero del Imperio”, así expresado por el humanista a los Reyes Católicos al iniciarse la aventura del Nuevo Continente. El español, ya, por su dominio territorial. El español de los místicos, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Fray Luís de León, con el que se fundían con Dios en un éxtasis poético. El insuperablemente rico de los Autos Sacramentales de Calderón que en el siglo de Oro llevaban la escena más directa de Cristo a la población de nuestras ciudades en tremendos espectáculos al aire libre. El español de Don Quijote, tan de nosotros, de nuestra tierra, personaje cervantino mimetizado con los ideales del hombre de cualquier parte del mundo, Hombre también perseguidor de justicia y dignidad social como Jesucristo. El de los poetas del amor como Neruda, rico y fascinante en su expresión chilena, discurriendo a través de la voz sobresaliente de este gran aeda, que como persona rechazaba la mezquindad y la sequedad del alma. La lengua de los poetas existencialistas como Blas de Otero, con la que clamaba la voz de Dios porque lo necesitaba. La del actual Premio Cervantes, José Jiménez Lozano, eremita de la literatura que ha investigado la vida religiosa de España a través de su obra. La de tantos humanistas del Renacimiento y de siempre porque Dios está en el hombre, en su sentir, en su conciencia y sus acciones. El español de nuestras buenas tertulias y nuestros cálidos saludos. La lengua castellana que nos une, y en la que es tan fácil decir que nos amamos, el ideal cristiano por ella discurriendo si se expresa con el corazón.

 

2- TIEMPO DEL COMPROMISO Y DE LOS SENTIMIENTOS

   Y volver, para finalizar. Llegar de nuevo a Membrilla después de esta ruta patrimonial y encontrarnos de nuevo en este Domingo de Pasión o de Ramos. Volver a examinar nuestro interior en el umbral del recuerdo de la Pasión de Cristo y comprobar si su mensaje y su legado están arraigados en nosotros, o si por el contrario siguen manteniéndose en un sueño. No podemos creer esto. Membrilla es un buen pueblo, en general somos buena gente. No Obstante, comprobar si somos consecuentes del todo con nuestro compromiso de cristianos, con nuestra costumbre.

   Hace escasos meses, en una estela situada al borde de una vía extramuros de Santo Domingo de la Calzada que conduce al camino abierto de la ruta jacobea, pude leer esta inscripción tallada en piedra: “Nadie recorre las sendas del pasado si no es para iluminar el presente”. ¿Verdad que es muy significativa esta reflexión? Ella puede hacernos pensar ahora, al emprender una labor tan seria como la actualización del drama final de Cristo en la tierra. Nuestro presente debe verse iluminado por la luz que Él quiso transmitirnos, pues, de lo contrario, fijaos, poco sentido tiene esta celebración. El mensaje contenido en la liturgia de la Pasión y la memoria expresiva de los pasos, como símbolos que son, deben hacernos meditar y mejorar en lo que quepa. Cristo buscaba un mundo de paz y de concordia, y quizás los hombres nos esforzamos poco en no ser una decepción para su sueño.

   Volver a Membrilla y comprobar lo que hacemos desde aquí para que el estado global de bienes íntegros bien proporcionados que anhelamos -eso decimos- tenga posibilidad de dejar de ser una utopía, o, más realistas, que sea un poco menos malo. Podemos conmovernos al conocer desde los medios de comunicación las injusticias que se comenten en el planeta a diario (actos de crueldad -¿quién olvida las guerras, los asesinatos indiscriminados, la violencia en el hogar, la perturbación mental de muchos poderosos?-, el hambre y la marginación, físicos y espirituales -¿quién no recuerda las imágenes de niños de países africanos extremadamente desnutridos, o, incluso, ¡qué horror!, hace poco los de una de las provincias de la fértil Argentina, quién a los hombres y mujeres que atraviesan el Estrecho y, si no perecen en sus aguas, en esta parte inician un calvario de desprecios; quién a las niñas de China rechazadas, a las mujeres nigerianas lapidadas o las congoleñas ninguneadas y explotadas en todo su ser…?, la miseria material y humana -¿cómo no acordarse de la falta de desarrollo en tantos poblados, por ejemplo, de la América latina, de las decisiones demagógicas y equivocadas de muchos gobernantes?-, la ignorancia, la corrupción, el abandono…). Todo esto podemos censurarlo con mucha energía en nuestro entorno íntimo -confortable por derecho, y por esfuerzo, y por decisión en los legítimos actos democráticos, hoy en día-, responsabilizando a otros de ello, seguramente con razón, pero sólo ayudamos a que se frenen estos males cuando no nos hacemos cómplices de ellos con ese sentir contradictorio de “mientras aquí no se nos toque…, mientras nos sigan llegando beneficios…”; sólo cuando, desde el puesto más humilde que ocupemos, desde el trabajo del que dependemos adoptamos como costumbre la responsabilidad, el respeto, la generosidad. La autoridad empieza en nosotros mismos.

   Así de fácil, poner en conexión nuestra realidad con esta Memoria, con este Mensaje de bondad y de justicia que Cristo quiso que calara llegando para ello hasta el patíbulo, e intentar frenar con nuestro grano de convencida dignidad humana estas tristezas. Porque ¿somos realmente honrados todos en nuestros actos, aquí, en nuestro pueblo…?, o ¿ponemos medios enérgicos y nobles para, si se producen, restaurarlos en beneficio de la comunidad…? Quizás que no nos implicamos en su debida medida muchas veces, para la buena marcha de las cosas, con verdadero compromiso cristiano. Y podríamos repetir en este instante aquellas palabras de Jesús: “El que esté libre de culpa…”

   Pero no. Se trata de reflexionar y de tomar en serio nuestro credo. Sus enseñanzas están ahí para adoptarlas. El ejemplo primero lo tienen que dar quienes sostienen cargos de responsabilidad: gobernantes, jueces, sacerdotes…, porque ellos son el espejo de la sociedad y quienes, finalmente, ejecutan las mareas del pensamiento de la historia, si no se convierten en árbitros de su propia ideología, de lo que hay muchos ejemplos ahora y siempre.  

   Mientras tanto, miremos nuestros campos, por ejemplo, que mayoritariamente son los que alimentan las ilusiones de esta comunidad; el campo -he de hacer una apología dada la realidad del lugar del que somos- que hoy más que nunca es sinónimo de bienestar y de progreso por su alta tecnología y rendimiento, además de demostrar, también más que nunca, que precisa de verdaderos expertos para su cuidado y el buen funcionamiento de la agricultura, y al que cada vez pueden acceder más jóvenes con mayor preparación técnica y cultural, gracias, igualmente, al progreso, como lo son los muchos jóvenes que sé que hay aquí Licenciados en Ingeniería Agrícola o siguiendo esos estudios, al igual que -disculpen el personalismo- lo está haciendo mi hijo; su verdadera vocación, si no deciden trabajar en otros puestos laborales, si entre todos hacemos todo lo posible por mantener el apoyo que precisa nuestra agricultura, inculcar el amor a las herencias, es sin duda una garantía del bienestar de Membrilla, convencidos de estar empleados en un trabajo no solo noble, sino saludable y de progreso. ¿Duro? Ningún trabajo carece de obstáculos.

   En ellos, en nuestros campos está el espíritu de Dios en contacto con el hombre que los trabaja, con vuestra familia, con la mía. La maestría al disponer los ciclos de la tierra, al preparar las plantas para las cosechas, el recoger los frutos para el goce…, el usar con prudencia, honradez y eficacia las ofertas y los recursos, hoy tan amplios, trae el beneficio a nuestro pueblo; como un rico legado mantenido, creciente y renovado contribuye a la prosperidad del país, como una costumbre, como una costumbre... Con el impulso de una Unión Europea pujante, como un hábito, como un hábito…; y así, como ejemplo en otros menesteres, así sin egoísmo hasta otros ámbitos, si no nos convertidos en sangría de tristes membranas desoladas; y si se hacen sociedades, cooperativas que canalicen el resultado de estos afanes, siempre con hidalguía de quijotes en la frente, con el buen ejemplo cristiano en el corazón, trabajando los hombres y mujeres codo a codo y sin engaños. Desde aquí, desde este hermoso trajín, como desde cualquier otro, se puede alcanzar o se alcanza el mundo real de los cristianos.

   Volver y, al llevar a cabo un año más los preparativos de la Conmemoración, hacer que esta emerja íntegra, desde los sentimientos más coherentes. Porque no se trata de ponerse tristes y lamentar el drama de nuestro Héroe (“No lloréis por mí, llorad por vuestros hijos”). Ya sabemos que Cristo resucitó. La luz divina del amor no puede extinguirse. Está ahí como un impulso humano llevándonos a una buena acción, que tanto conforta el clima que nos nutre; llevándonos a cumplir su sueño y a poner un pilar para nuestra salvación. Es cierto que Él se ofreció como consuelo -“Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré” (Mt. 11, 28)-. Es cierto que a Él, ya lo estamos viendo, a su pureza elemental, a su esencia primaria relumbrante y ejemplar, hay que volver, pero sin olvidar que aquel ofrecimiento lo hacía mientras aquí nos esforzásemos por un mundo mejor, a ello nos inculcaba. No se trata de refugiarse solo en Él, mientras el mundo marcha, otros lo llevan…, de darse solo a Él como practicantes fieles, sino de darnos mutuamente también los unos a los otros –“Si al presentar tu ofrenda recordares que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda en el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt. 5, 23-24)-. Recíprocamente y en cualquier relación entre los hombres, desparramando los mejores frutos del corazón, dejando de lado el egoísmo, el recelo, la frialdad, la mala conciencia.

   Ver primero en los demás las virtudes que los defectos, porque todos participamos de este misterio de vivir con nuestras glorias y nuestras taras, pero con un gran deseo de ser felices, y para ello ayuda mucho el cobijo de quienes nos rodean, el no pecado de omisión, si sabemos que con nuestra sonrisa o nuestra palabra podemos dar una alegría, que empezará primero por alegrarnos y hasta engrandecernos a nosotros mismos. Y qué hermoso sentirse queridos en nuestro pueblo; y qué hermoso trabajar por su bienestar. Y que todo, finalmente, trascienda para que el mundo no sea tantas veces tan dañino.

   Palparnos el corazón y verlo si palpita. Mirar en nuestras manos y comprobar el valor de lo que ofrecen. Cada cual sabemos, en nuestro interior, cuándo el sueño de Jesús se realiza. Volver y que el Dios de la misericordia y del amor conforte nuestras almas al tiempo que mantenemos las hermosas tradiciones. Porque esta herencia no es sólo una relación de tesoros artísticos y de datos culturales, o una celebración que se vaya convirtiendo en anodina tradición, sino que ha de ser un fomento de la ternura, de la honestidad, del amor, para hacernos los hombres más creíbles y más creíble nuestra institución cristiana.

   Y ya me despido, no sin antes felicitaros a los cofrades y a los hombres de la Junta directiva, a los sacerdotes y a cuantos participáis en la puesta a punto de los actos de nuestra Semana Santa, por vuestra entrega para hacer que ésta siga siendo una hermosa fiesta de primavera, en la que la actualización del mensaje de Cristo nos sirve de reflexión y hermanamiento.

   Sólo volver a expresaros mi gratitud por haber confiado en mí y entregaros mi cordialidad, a todos los que estáis presentes, que habéis aguantado mi monólogo, y a los que no lo están, y desear que estos días, culminados con el triunfo de la Luz y del Amor el Domingo de Resurrección, sean un canto al bien o a su esperanza.

 

   Muchas gracias.   

 

 

                                                         Isabel Villalta Villalta

                                              Manzanares, 10 de enero de 2003.                  



[1] Después, a medida que fui penetrando en los estudios de etimología, sé que la raíz f i – significa ´elevación orográfica`. Aunque, es cierto, de ella evolucionó el sustantivo  final, porque en esa altura “finaliza” una determinada extensión de territorio.

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