No
está mal recordar nuestra historia y por ello quiero publicar este artículo de
hace justo veinte años, escrito por mi hermano y aparecido en prensa de papel
en El Periódico de Tomelloso en la sección Opinión, en 2004. Recrea con
personal enfrentamiento hechos reales e imaginados que se siguen enlazando en
la desmemoria de buena parte de la sociedad.
DON
QUIJOTE Y TRAFALGAR
Se va a celebrar en el 2005 el IV Centenario
de la primera edición de Don Quijote. Toda España se está volcando en
este acontecimiento. La novela de Cervantes es una obra ficticia que durante
cuatro siglos la estamos viviendo en la realidad de este país. En ella, una
serie de personajes reflejan los distintos tipos de una sociedad que en lo
esencial perdura entre nosotros.
También en el 2005 se debería conmemorar el
segundo centenario de la Batalla de Trafalgar (21 de octubre de 1805), en la
que lo más granado de la marinería española se enfrentó y murió para evitar que
la Gran Bretaña se hiciera con el control de los mares y por ende dueña del
mundo y, de paso, desplazara al Impero español de la situación de privilegio
que había tenido durante tres siglos.
Este desastre naval supuso para España
entrar en una recesión económica que duró ciento setenta años, y que al final
del siglo XIX, con otro desastre naval en Santiago de Cuba, nos obligó a
encerrarnos en nuestras fronteras actuales y a empezar a releer la novela que
hace cuatro siglos Cervantes escribió como testamento de una sociedad que, hoy,
básicamente se mantiene con las mismas taras y grandezas de aquella época.
Cuántos hombres de los últimos dos siglos,
decididos a arreglar el mundo, se han visto revolcados por los molinos de la
incomprensión y el desprecio. Y a cuántos de ellos también aún les quedaban
arrestos para continuar con su lucha y que aún los revolcaran los ganados de
borregos de una sociedad dirigida por los poderes establecidos durante siglos
(iglesia, gobierno, ejército, banca). Hombres que al final de sus días daban
con sus huesos en alguna playa, lejana o cercana, o, tomados por locos o
ridículos, eran encerrados en una jaula y paseados por las ferias como las
fieras. Y cuántos caballeros de los siglos XIX y XX lucharon y murieron por su
Dulcinea, para terminar al final de su camino en la Barcelona de la razón y del
dinero, la que quiere dejar las cosas igual que están después de cambiarlo
todo.
Hemos seguido viendo al Sancho de los
refranes, labriego que sigue soñando con un golpe de suerte y que ésta le
traiga la ínsula a la que poder retirarse y vivir más cómodamente, la cual,
cuando la tuvo, no supo administrarla. De ahí que sigamos viendo, por ejemplo,
al agricultor que siembra sin control sólo porque el año anterior valió un
producto determinado, y de esa forma la ínsula que un año consiguió, el
siguiente se convierte en su cárcel y en su ruina, y él termina siendo el
hazmerreir de las personas inteligentes que igual que te dan la ínsula te ven
cómo la abandonas.
Seguimos viendo una Dulcinea a la que el
caballero cree la más hermosa, la más inteligente, la más trabajadora…; señora,
sin embargo, a la que Cervantes situó en un lugar olvidado y deprimido del
mundo, en una aldea apartada y desconocida; la más gentil, ironizaba, y sin
embargo todas las noticias que de ella le llegaban le decían que no era tal
dama, sino una labriega fea, sucia, bruta, analfabeta.
Cuántos de los hombres que han peleado por
Dulcinea creyéndola hermosa, culta, inteligente, al final, cuando han dado con
su destino fatal en alguna playa lejana o cercana se han dado cuenta de quién
era realmente la señora por la que pelearon, una Dulcinea que no se merecía ni
un solo minuto de la vida de un español de bien.
Un rocinante flaco, escuálido y sin pulso y
lleno de moscas que transportaba al caballero por un mundo de incomprensión, en
el que ni él entendía al mundo en el que vivía ni el mundo, flaco, escuálido y
sin pulso no entendía al caballero; una sociedad que fue capaz de caer desde lo
más alto en donde se encontraba aquel 21 de octubre de 1805 a la miseria y
hundimiento moral a que llegó el 1º de abril de 1939. El camino fue a la
inversa y, para ese camino, lo más lógico es que se viniera cabalgando en
semejante jamelgo.
No podía faltar un barbero, porque a cuántos
se les han hecho las barbas en este país en los dos últimos siglos
repetidamente, bien en forma de unos poderes establecidos que mandaban
directamente al paredón o, bien, en forma de una guerra temible (seis, desde
1805), donde con mucha saña nos hemos dedicado a hacernos las barbas los unos a
los otros, y al final el barbero que más barbas hizo fue el que estuvo, apoyado
por “lo más digno” de la sociedad, durante cuarenta años subido en rocinante.
Las constantes alusiones en la obra al mago
Merlín, personaje de la mitología británica, siguen teniendo también su réplica
real. Desde 1805 en que mordimos el polvo y nos hartamos de agua de la mano del
almirante Nelson y su flota, los británicos han dirigido en este país desde la
guerra contra los franceses en 1808 hasta la transición de 1978. Ferrocarriles,
minas, siderurgia, explotaciones agrícolas de zonas potentes, bodegas, ayudas a
golpistas, ayudas a separatistas… En fin, el divide y vencerás de su divisa.
Tenemos un cura en la novela y no tenemos un
alcalde, lo cual nos indica desde donde se ejercía el poder. Cuánta ilusión ha
caído machacada por los púlpitos, cuántas ganas de conseguir un mundo mejor se
ha estrellado contra los muros de las iglesias. Buscando a Dulcinea, buscando
el noble solar imagen del país, sólo aparecía un pobre pueblo rústico y la
iglesia… Qué pena de hombres muertos en lo mejor de su vida o enjaulados
tomados por locos, cuando lo que quisieron fue vivir con dignidad.
En fin, he querido con esta reflexión
recordar que el 21 de octubre de 1805 barcos de España, como el Santísima
Trinidad de cuatro cubiertas y con noventa y nueve años de navegación en sus
cuadernas, que había sido el orgullo de la flota española durante el siglo
XVIII y el terror de piratas y bucaneros, fue hundido para siempre en las
costas de Cádiz, y con su hundimiento y el de tantos otros barcos y la muerte
de tantos marineros, comenzó el fin del Imperio Español, y que sólo noventa y
tres años después, en otra batalla naval, la de Santiago de Cuba en 1898, en la
que don Quijote volvió a pelear por Dulcinea, se terminaba el Imperio por el
que tantos quijotes habían dejado lo mejor de su vida.
Dulcinea volverá a ser para todos ellos lo
que los mensajeros indicaban, una ruda, ignorante y vulgar moza.
Escrito
por Manuel Villalta Villalta
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